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UCRANIA ES NUESTRA CASA EN LLAMAS - 26/7/2022

Por Héctor M. Guyot LA NACION

Nuestra casa está en llamas. Estamos bajo fuego. Asediados por constantes amenazas, el mundo ha dejado de ser un hogar, un entorno más o menos previsible en el que hemos de desplegar nuestra vida. Hoy nos lo representamos, con razón, como una fuente de peligros. Desde hace unos años, antes incluso de que la pandemia nos confrontara con nuestra vulnerabilidad, una sensación de precariedad de origen difuso empezó a contaminar como una nube tóxica el aire que respiramos. En una sociedad global determinada por la velocidad, donde el sentido se pierde en una Babel que conspira contra el verdadero diálogo (con uno mismo y con los demás), nada es seguro y todo parece fuera de control.



Protesta frente a la embajada de Rusia en Buenos Aires por la invasión a Ucrania



Empezando por nuestra propia vida. Tenemos el futuro hipotecado y eso nos arrebata el presente. Demandados por la inmediatez, resulta difícil dilucidar cuándo y cómo llegamos hasta aquí. O qué fue de la vida que teníamos hasta hace poco. Confundidos, intentamos adaptarnos a la incertidumbre. Sin embargo, conviene no creer que somos víctimas pasivas de hechos que nos exceden. Lo único capaz de rescatarnos es la convicción de que podemos hacer algo en defensa de nuestra casa común.

Estamos bajo el fuego que sufre Corrientes, aun cuando las lluvias de los últimos días trajeron un importante alivio a las familias afectadas y a los brigadistas que luchan contra las llamas. Más allá de los incendios intencionales iniciados por quienes, en su afán productivo, pretenden exigirle a la tierra más de lo que la tierra puede dar, ya nadie duda de que estos fuegos devastadores son consecuencia de la sequía que provoca el calentamiento global. No es posible sentir en carne propia los sufrimientos de quienes lo han perdido todo. La experiencia del dolor es intransferible. Podemos, desde la empatía, acercarnos con respeto a ese dolor. Pero es indispensable entender que esas pérdidas son también nuestras. Corrientes es nuestra casa que se quema. Si no lo vemos así, más tarde o más temprano el fuego llegará hasta la baldosa en la que estamos parados y será tarde para impedir que las llamas del cambio climático devoren la casa entera, y con ella la perspectiva de un futuro para la humanidad.

Estamos bajo el fuego de Vladimir Putin en Ucrania. Me cuesta llamarlo guerra. Es una invasión, un ataque unilateral, un uso brutal de la fuerza ejercido por un hombre que no vacila en sembrar muerte y destrucción para alcanzar los objetivos que le dicta su megalomanía. Hasta aquí vivíamos bajo la ilusión de que el recuerdo de los horrores de las dos grandes guerras y los organismos internacionales eran capaces de contener los impulsos primitivos de quienes padecen delirios expansionistas. Encandilados por las pantallas, olvidamos que somos seres elementales. De nada sirven el metaverso, la realidad aumentada, la inteligencia artificial o el blockchain: como el hombre de las cavernas, seguimos con el garrote en la mano. Pero hoy ese garrote es un botón capaz de hacer estallar una parte considerable del planeta. Para peor, como dice la lúcida Anne Applebaum, Putin no es un caso aislado, sino parte de una raza de autócratas que están destruyendo las democracias –otra casa común– desde adentro. En su ambición, en su desvarío, el presidente ruso es capaz de causar un daño inconmensurable. Parece lejana, pero Ucrania es también nuestra casa que se quema.

Las democracias occidentales que resisten el embate de los tiranuelos populistas cuentan con recursos limitados para responder al ataque de Putin. Han transado. Han resignado los principios que les dieron origen para poder comerciar con países liderados por dictadores de hecho, como Rusia y China. Así, no solo les han dado un aval, sino que han asumido respecto de ellos una voluntaria dependencia. Por eso las sanciones económicas contra Moscú encuentran un límite en el daño que esas mismas medidas representarían para sus propios países. Una respuesta armada sería insensata. Según parece, solo resta entonces observar cómo Putin se queda con aquello que le apetece. El mundo dio marcha atrás: retrocede la ley, avanza la fuerza. Lo mismo ha sucedido en la Argentina. No debe extrañar entonces que el Gobierno prodigue sus simpatías por el líder ruso. Incluso de modo servil, como lo hizo el Presidente durante su viaje a Moscú, donde le ofreció relaciones carnales a un hombre que ya, por la indiferencia que exhibió, estaba enfocado en cómo le iba a hincar el diente a Ucrania. De izquierda o de derecha, los populismos son un calco. Emanan de los trastornos de personalidad del líder. Por lo general, un humillado que necesita humillar a sus semejantes y contagia su resentimiento a buena parte de la sociedad mediante la construcción de un enemigo.


Putin invade Ucrania en nombre de la libertad. Cristina Kirchner se pelea con los jueces en nombre de la Justicia. En el fondo, es el mismo relato. El único antídoto contra los autócratas es una ciudadanía dispuesta a defender los valores que hacen posible la convivencia en la casa que habitamos, hoy amenazada por más de un fuego.

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