EL CUCHI Y EL BARBA, DOS GENIOS UNIVERSALES Y TRASCENDENTES.
Figura clave de la música popular argentina, con su obra el Cuchi da testimonio de una “salteñidad” que supo reivindicar a los personajes de la calle, al tiempo que aportó a la renovación del género. De los grandes poetas con los que trabajó, su dupla con Manuel J. Castilla fue la más trascendente.
Ilustración: Andrea Toledo
Ilustración: Andrés Alvez
Por Sergio Pujol
Caras y Caretas
“Eulogia Tapia en La Poma/ Al aire da su ternura/ Si pasa sobre la arena/ Y va pisando la luna.” Estos versos forman parte de “La pomeña”, una de las zambas más bellas y más veces cantadas –por intérpretes profesionales, pero sobre todo por diletantes en ruedas playeras o fogones de vino tino– en el historial de la canción folklórica argentina. Su armonía sutil –¡ese acorde disminuido que anuda nuestros dedos!– y el zigzagueo de su melodía se diferencian prácticamente de todo el cancionero nacional, pero no así del corpus de su creador, Gustavo “Cuchi” Leguizamón. La letra, por cierto, es de su gran parceiro poeta Manuel Castilla. Pocas duplas autorales como esa han sabido legarnos un corpus de canciones tan orgánico y reconocible. En ese corpus, la tradición sale a bailar con el modernismo. Si alguien cree que la palabra “tradición” es indefectiblemente retardataria, que escuche ya mismo canciones de Leguizamón y Castilla.
Las descripciones metafóricas del poeta guardan reminiscencias lorquianas, quizá, y la música, fiel al ritmo y a la forma de la zamba, se permite tensiones armónicas y saltos melódicos escapados de pentagramas “cultos”. Pero siempre es la matriz de lo anónimo/popular la que sostiene el artefacto canción. Este se “eleva” (la imagen se condice con la idea de universalidad que el Cuchi sostenía en oposición al nativismo) por sobre aquello que demanda el mercado masivo del folklore festivalero, pero sin perder jamás de vista su nutriente primera. Las coordenadas de las creaciones de Leguizamón-Castilla están perfectamente definidas. En ellas habitan seres de carne y hueso. Eulogia Tapia, por ejemplo, esa joven campesina que sembraba alfalfa con su padre y que en tiempos de carnaval descollaba como coplera en el almacén La Flor, del pago de La Poma, una localidad salteña a tres mil metros sobre el nivel del mar. Allí la conocieron Manuel José Castilla y Gustavo “Cuchi” Leguizamón. Hoy Eulogia tiene 74 años. El Cuchi y Castilla ya no están entre nosotros. Paradójicamente, el motivo de la canción sobrevivió a sus autores. (¿No sucedió algo parecido en Brasil con “Garota de Ipanema”, de Tom Jobim y Vinícius de Moraes?).
“Me gusta la canción porque cuenta cosas ciertas”, dicen que dijo Eulogia tras conocer el tema a través de la radio. Lo mismo podrían haber dicho el hachero Maturana (lloraba cada vez que cortaba un árbol), Juan Riera el panadero (un español solidario que daba alimento y cobijo a quienes lo necesitaban), la cantora de Yala (Santa Leoncia de Farfán, de la Quebrada de Reyes) y los habitués de Balderrama, aquel boliche de Salta capital de donde salía cantando la noche cuando llegaba la madrugada. En términos sociales no hay margen para el equívoco: estas canciones situadas son, a su vez, testimonios de una “salteñidad” de origen popular, diferente –o alternativa– a la que sostenían los guardianes de linajes “puros”, aquellos descendientes de los gauchos de Güemes que, como alguna vez señaló el Cuchi, “siguen vistiendo ponchos rojos, cuando los verdaderos gauchos salteños jamás usaron ponchos rojos”. Para mayor escándalo de los tradicionalistas, Cuchi afirmaba: “Yo personalmente hubiera deseado mezclar a Güemes con Che Guevara”.
LA EPIFANÍA DEL PIANO
Leguizamón era bisnieto de Martina Silva de Gurruchaga, guerrera de la Batalla de Salta y casada con José María Todd. Pero nunca hizo alarde de cuna ilustre: su verdadera ilustración se la proveyó a sí mismo con lecturas, teclas de piano y vida bohemia. Nació en Salta el 29 de septiembre de 1917. No tenía más de 6 años cuando empezó a soplar una armónica, descubriendo así la música, para luego seguir con la guitarra y finalmente el piano. Desde luego, su padre lo tentó con el hipnótico viaje a París. Pero el joven y delgado Gustavo, a quien su madre cariñosamente llamaba “Cuchi” por irónico contraste con los rozagantes porcinos, desconcertó a su progenitor con un gambito cuyo despropósito dejó al descubierto la naturaleza esquiva y un tanto excéntrica del hijo: este prefirió irse a La Plata –acaso lo más afrancesado que encontró a mano– a estudiar Derecho, en lugar de frecuentar París en busca de una formación musical más sólida.
En 1945 se recibió de abogado y, tras vivir la noche porteña en dosis homeopáticas, regresó a Salta, de donde prácticamente nunca más salió, salvo algunas escapadas a Buenos Aires y una tardía minigira por Europa, ya siendo un creador consumado. Se casó de una vez y para siempre con Emma Palermo, con la que tuvo cuatro hijos varones. Ellos y sus cientos de canciones –al menos 82 están registradas en Sadaic– fueron su manera de trascender las fronteras de una vida signada por el viaje inmóvil. Las veces que le preguntaron por qué razón prefería vivir en Salta, Cuchi argumentaba: “Todas las ciudades tienen olores, pero el aroma de Salta es único”. Así se lo explicó al periodista Humberto Echechurre, autor del libro A solas con el Cuchi Leguizamón. Esos aromas venían de la vegetación y conectaban con otras pasiones del músico: la gastronomía y el buen comer.
La microhistoria de sus estudios de piano sigue envuelta en el misterio. En realidad, toda su desbordante musicalidad es un tema recóndito. ¿De dónde aprendió a armonizar de ese modo rayano con la atonalidad? Se sabe que tomó algunas clases con Imre Kardos –un húngaro radicado en Salta–, pero fue en esencia un autodidacta. En alguna oportunidad, ya reinstalado en Salta al terminar su carrera de abogado, preguntó si podía recibir clases por correspondencia de Alberto Ginastera. Aquello no prosperó. Sin acobardarse, devoró el libro de armonía de Rimski-Kórsakov y el de teoría musical de Paul Hindemith, mientras se informaba sobre Arnold Schönberg y el método de composición dodecafónica. Pero puesto a elegir un referente “culto”, prefería la genial discreción de Erik Satie.
Entre los “populares” del mundo, amó a Duke Ellington más que a ningún otro. Como concertista de piano brindó recitales de solista y a dos pianos con su amigo y hermano artístico Juan Botelli, como bien lo ha investigado Irene López en su libro Discursos identitarios en el folklore de Salta. Quizás en el rubro de música académica de vanguardia debamos ubicar sus conciertos para campanario en Salta y Tucumán. También ideó, en línea con el futurismo, un concierto para silbatos de locomotora, esos pájaros de metal. Ninguno de estos experimentos artísticos –en algún sentido, hermanados con las búsquedas de “teatro instrumental” de Mauricio Kagel– tuvo gran repercusión, quizá porque la figura de un folklorista involucrado en otras cosas resultaba inaceptable para mucha gente.
Al principio remiso a la idea de músico de tiempo completo –una elección que implicaba volverse un profesional del arte, casi un oxímoron para él–, realizó otros trabajos. En 1956 inició su carrera como docente de Historia en el Colegio Nacional de Salta, al mismo tiempo que ejercía la abogacía penalista. En 1964 fue fiscal de Estado durante solo dos meses, tras lo cual fue diputado provincial por el Movimiento Popular Salteño. Pero nunca dejó de combinar los horarios de su vida de manera tal que el piano no perdiera su lugar de privilegio. Al final, la música siempre ganó; el resto quedó un tanto oculto entre el anecdotario y la leyenda provincial, si bien ese “resto” llegó a tener algún espacio en la peculiar forma de teatralidad que supo desplegar en sus conversados recitales de piano. En esas presentaciones solía contar anécdotas y filosofar en torno de la historia, de Salta, de la vida misma. En eso, y seguramente en varias cosas más, se asemejó un poco a su amigo Enrique “Mono” Villegas, con quien compartió programación en Solo piano, el maravilloso ciclo ideado por Manolo Juárez. Si Villegas podía contar cómo lo había conocido a Macedonio Fernández, Cuchi tenía cosas para decir de Witold Gombrowicz. Para él, la música era una forma privilegiada de sociabilidad. Y un portal al mundo de la cultura en sentido extenso.
En el folklore, uno de sus maestros –más en modo socrático que en clases formales– fue Artidorio Cresseri, el verdadero autor (no así Andrés Chazarreta) de la zamba “La López Pereyra”. Pero la enseñanza profunda del folklore como insumo artístico la obtuvo en contacto con poetas salteños, en las cofradías literarias de los años 40. Desde el grupo literario La Carpa, el patriarca de los poetas salteños, Juan Carlos Dávalos, influyó a más de una generación. Combinando el piano con la poesía, Cuchi conoció por entonces a Manuel Castilla, posiblemente el mayor poeta salteño de aquella camada. Con Castilla, Raúl Aráoz Anzoátegui, César Perdiguero y otros, Cuchi se acercó a la alta poesía de la época –los amigos leían en voz alta a Vallejo, a Machado, a Lorca, a Neruda–, a la vez que exploró el imaginario andino como fuente de inspiración: “La baguala es el centro geopolítico de mi obra”, diría años más tarde. Temas como “Lloraré”, “Canción de cuna” y “¡Ay! Madre” (con letra de Juan Carlos Dávalos) nacerían de aquellas revelaciones en las que lo “natural” y lo social se articulan de modo ejemplar.
Desde mediados de los años 50 y de manera ininterrumpida hasta principios de los 80, Leguizamón elaboró sus grandes canciones, en su mayoría en colaboración con Manuel Castilla. Las escribió como pudo, no era demasiado amigo de los pentagramas (es plausible la versión que asegura que su mujer Emma le dio una mano con la lectoescritura musical). De “Zamba del pañuelo” a “El silbador”; de “Zamba de Lozano” a “La arenosa”; de “La pomeña” a “Balderrama”; de “Carnavalito del duende” a “Serenata del 900”, ¿en cuántos otros mundos de música y poesía podemos perdernos tan gozosamente como en el que inventaron estos salteños? Pero, más allá de las encantadoras versiones que el pianista fue sembrando, ese mundo de Leguizamón-Castilla no hubiera sido descubierto en la galaxia del folklore sin el viaje emprendido por una serie de intérpretes seducidos por aquella magia.
VOCES PARA UN COMPOSITOR
En 1960, Los Fronterizos grabaron “Zamba del pañuelo”. Si bien algunos conocían los temas de Leguizamón-Castilla desde mediados de la década anterior, el impulso difusor que el grupo integrado por César Isella les brindó a ese y otros temas de acervo salteño fue decisivo en la conformación del canon de lo que Ricardo Kaliman ha llamado “folklore moderno”. En los albores de la era Cosquín y el boom del folklore, cuando el movimiento del Nuevo Cancionero expresaba una manera diferente de concebir la canción popular de tradición nativa, una serie de duplas autorales notables fundaron los repertorios del futuro: Falú/Dávalos, Ramírez/ Luna, Isella/Tejada Gómez, Toro/Petrocelli y, lógicamente, Leguizamón/Castilla. (Por fuera de estas duplas, solitario empedernido, Atahualpa Yupanqui siguió galopando contra el viento.)
En ese contexto proactivo para la canción de raíz folklórica, mientras algunos de sus temas eran grabados por los principales intérpretes del género nativo, en 1965 Cuchi fue premiado en el Festival Latinoamericano de Folklore en Salta. Su música y su figura iban cobrando mayor visibilidad. El creador secreto comenzaba a ser menos secreto. Los principales renovadores del género –de Chango Farías Gómez a Eduardo Lagos– ya lo reconocían como figura de enlace entre la tradición y el presente. Pero aún faltaba la gran interpretación de su arte. Esta llegó con el Dúo Salteño.
En 1967, Patricio Jiménez y Néstor “Chacho” Echenique fundaron un dúo cuyas voces se juntaban y distanciaban según interválicas poco habituales. Leguizamón escuchó en ellos al intérprete ideal para su cancionero. Los conoció en una velada organizada por Hugo Riera en la que el dúo cantó “Zamba del silbador”. Desde ese momento, la relación artística entre Cuchi y el Dúo Salteño fue pródiga y bastante singular, ya que, a la manera de un orquestador de miniaturas, el pianista y compositor escribió arreglos en los que parecían evitarse las terceras menores y mayores. El resultado fue exquisito y algo resistido por el establishment del género. Cuchi se despreocupó de las críticas y se alegró por los hallazgos que el dúo iba encontrando alrededor de su propia obra.
Como un Svengali benéfico, el hombre tras “Zamba del laurel” prohijó a Jiménez y a Echenique. Ellos aprendieron bien y se convirtieron en una suerte de embajada itinerante de su música. Entonces Cuchi se volvió arreglador y director in absentia. El dúo grabó su primer disco en 1969 con temas de Leguizamón y de los hermanos Núñez, todos armonizados por Cuchi. En 1971, el extraordinario disco El canto de Salta volvió a reunirlos, esta vez con el propio compositor al piano. La colaboración entre el Dúo Salteño y Leguizamón se extendió, con algunas interrupciones, hasta 1986. Iban de acá para allá, pero Jiménez y Echenique sabían que, más temprano que tarde, su maestro les pedía volver a Salta.
Después de la etapa con el dúo, Cuchi siguió haciendo algunas presentaciones de solo piano y de voz y piano. En 1988 se presentó en París –por supuesto, anduvo por Trottoirs de Buenos Aires– y en algunas ciudades alemanas (su actuación en Bremen dejó una fuerte impresión). Frente al público europeo cosechó aplausos y buenas críticas, por más que no sintiera verdadero interés en girar por el exterior. Por lo demás, el mundo nunca le prestó demasiada atención. Desde luego, sus presentaciones en Buenos Aires eran siempre muy celebradas. De todas ellas, quizá pueda resaltarse la que realizó para el ciclo Maestros del alma en el Teatro Municipal General San Martín, en 1994. Sus intérpretes más cercanos, como Mercedes Sosa o César Isella, lo homenajearon desde un tiempo antes de que se retirara, acaso porque su mutisera algo tácitamente anunciado y, al mismo tiempo, improbable.
En un momento en que parecía que su figura había empezado a conquistar el reconocimiento que realmente se merecía (Premio Konex, Premio Cosquín, Premio Cantanta Cafayeteña y, en 1988, distinción de la Universidad Nacional de Tucumán), Cuchi fue retaceando cada vez más su presencia hasta volverse invisible. Nuevamente invisible, pero esta vez en franco declive. Aquejado por problemas de salud y dinero, los años de bohemia le facturaron un precio alto. Desde principios de los años 80, enfermo de cataratas, fue perdiendo la vista, pero no el talento y la valentía para contarlo de modo elegíaco: “Solo la noche derrama/ su esperanza en su silencio/ dorado, herido/ por lunas que pasan cantando”, escribió y cantó en la dramática zamba “Me voy quedando”.
Murió allí donde había nacido, el 27 de septiembre de 2000. Crítico de la elite salteña (“En Salta hay setenta clases sociales, de las cuales cuarenta son de primera clase”), posiblemente nadie amó su lugar en el mundo como él. Pudo haber dicho, con el poeta entrerriano Francisco de Madariaga, que él era un criollo del universo. Su copla anónima favorita cifra lo siguiente: “Si es que no hubiera nacido en la tierra en que nací/ andaría arrepentido de no haber nacido aquí”.
UNA OBRA INEXTINGUIBLE
En la música popular, la figura del compositor “puro” –aquel que rara vez interpreta sus propias creaciones frente al público– es siempre minoritaria. Debemos esforzarnos bastante para encontrar un caso similar al de Leguizamón. Discépolo en el tango, quizá. O Juan Carlos Cobián, aunque este tuvo su período de intensas actuaciones. Definitivamente, Cuchi encabeza esa lista de raros músicos argentinos cuyos nombres han estado más veces en las contratapas de los discos que en sus tapas. De hecho, grabó muy poco, como si realmente no tuviera interés en que su piano y su voz sonaran mucho más allá de la ronda de los amigos y el buen vino. Jamás le preocupó la trascendencia discográfica: más bien la desairó. Quizá soñaba con que, en el futuro, alguien hiciera con su memoria un poema o una canción, del mismo modo que él y el Barba Castilla inmortalizaron a Juan Riera, Elogia Tapia y Maturana.
A fines de los años 60, Philips le editó un bellísimo –inhallable– LP en el que se lo puede apreciar en diferentes formas de la soledad: en piano solo, en canto con piano y en guitarra y canto. Allí interpretó, junto a “El sapo rococo”, “Chacarera del zorro” y “Chacarera del expediente”, una de sus canciones prohibidas por la dictadura de Onganía: “Coplas de Tata Dios” (“Pobrecito Tata Dios/ ni siquiera cantar sabe/ Sin sentimientos ni sueños/ No tiene Dios que lo ampare”). En 1989, por el sello Melopea, de Litto Nebbia, salió Cuchi Leguizamón en vivo, con un concierto de 1983, y la banda sonora de La redada (film para el que no solo escribió y grabó la música: también interpretó el papel de un policía de frontera). A esta escuetísima nómina –no olvidemos el disco con el Dúo Salteño ya mencionado– se suma la participación del músico en De Ushuaia a La Quiaca, de León Gieco y Gustavo Santaolalla. Y no hay más.
“Muchos cantan los temas de Cuchi Leguizamón sin saber que son de él”, aseguró Manolo Juárez. Esto fue así durante largos años, pero ya entrado el siglo XXI, cuando tantos músicos jóvenes miran hacia atrás para seguir avanzando, la situación es otra. El compositor que ayer parecía estar inventando canciones un poco por fuera del clasicismo del folklore hoy es una referencia poderosa entre músicos de distintas pertenencias estilísticas. Entre sus canciones grabadas por el Dúo Salteño o Mercedes Sosa y el presente, media un lote valioso de interpretaciones más o menos libres. Al nacer con una armonía moderna y sin arreglos definitivos, las zambas y demás canciones de Cuchi parecen animar a sus exégetas a que ejerzan la libertad artística en plenitud.
En su caso, nunca hay ni habrá conflicto entre el original y la versión (obviamente, sí versiones mejores que otras), como quizá pueda suceder con temas de otros creadores de la música popular. La fascinación que despiertan canciones como “Zamba para la viuda” (allí la letra es de Miguel Ángel Pérez) o “Zamba del pañuelo” se explica por sus bellísimas melodías, pero también por una correspondencia perfecta entre música y letra, algo que seduce aun a quienes las han elegido para versiones instrumentales. Cabe aquí recordar la transitada ruta de interpretaciones –algunas “integrales”–que han ofrecido relecturas de esos verdaderos lieder de Leguizamón-Castillay de Cuchi con otros poetas: Raúl Carnota, Chango Farías Gómez, Liliana Herrero/Juan Falú, Manolo Juárez, Hilda Herrera, Cuarto Elemento, Osvaldo Burucuá, Quique Sinesi, Martín Robbio, Lorena Astudillo, Pablo Márquez, Hernán Ríos, Guillermo Klein, Fito Páez y Jorge Drexler, por citar a algunos de memoria.
Su recorrido nada convencional induce a una comparación con Astor Piazzolla. Indudablemente, ambos músicos produjeron innovaciones en sus respectivos campos; por lo demás, sería difícil encontrar dos personalidades más diferentes entre sí. El genio de Piazzolla produjo una revolución estética leída como cisma por la tradición del tango. El arte de Leguizamón se fue colando por entre los intersticios del género nativo, casi subrepticiamente, con agudeza y bonhomía. Quizá podamos ver allí rasgos propios de dos dinámicas culturales diferentes, y en cierto modo complementarias. Una, acelerada por la vida urbana, por las palpitaciones de la gran ciudad. La otra, fiel a los modos reservados y gentiles de una ruralidad fundante de los grandes repertorios de eso que aún llamamos folklore.
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