Ricos pobres y pobres ricos
A un mes de finalizar el año calendario, toda la liturgia de las iglesias cristianas comienzan a cerrar lo que llaman el año litúrgico, para dar inicio a un nuevo ciclo con el adviento y las fiestas de navidad. En general, la predicación se centra en los novísimos, una suerte de reflexión sobre la muerte y el más allá. El tradicional catecismo del Padre Astete, sacerdote jesuita de los tiempos de la colonia española, que llega a nuestros días por la tradición oral conservada en el interior de nuestro norte, sobre todo en la Puna, reza en versos, “juicio, muerte, infierno y gloria, ten cristiano en tu memoria”. Y en el imaginario religioso popular está presente esta sentencia en la vida cotidiana, que, en no pocos, se manifiesta como miedo a lo que viene después de la muerte.
Y no sabemos que hay después de la muerte. Menuda preocupación es la mía y la de mucha gente a la hora de pensar la eternidad, ¿por qué pensamos en la eternidad? Porque son tan poquitos los años que transcurrimos sobre la tierra frente alinsaciable deseo interior de trascendencia. Muchos piensan que se trasciende en los hijos, y en verdad, es una forma noble. Otros piensan que trascienden en las obras, y también es verdad, otros quedan en el recuerdo de sus seres queridos, otros más audaces quedan en el bronce, aunque hoy no es negocio, porque te roban la estatua o la placa y las funden para conmemorar a otros.
Cuando me hablan del cielo, pienso en los viajes de avión a 30 mil pies de altura y los 50 grados bajo cero que hace en esa altura, y la verdad no me gusta el frío. Bueno, pero el cielo es la visión eterna de Dios, dicen los curas, y como diría un amigo mío: “¿mira si te toca columna, como en el teatro?”
¿Qué es el cielo? ¿Qué es la eternidad? ¿Qué pasa después de la muerte? Nadie volvió de allí, salvo Jesús, para los cristianos. Y otro personaje de la Biblia, según nos narra el Nuevo Testamento, Pablo de Tarso. El mismo fue arrebatado al cielo, para contarnos a su regreso que “ningún ojo vio, ningún oído escuchó, ni vino nunca a la mente de ningún hombre lo que Dios nos tiene reservado…”. En otras palabras, no nos dijo nada, absolutamente nada.
Cielo o infierno se edifican desde la tierra, y el camino es el amor opuesto al odio, la magnanimidad y la generosidad frente al egoísmo y la mezquindad, la esperanza frente a la desesperación, la pobreza frente a la riqueza. Y en este punto, el Papa Francisco dijo que ningún rico entrará en el Reino de los Cielos, y a coro, los mediáticos neoliberales rasgaron sus vestiduras de punta a punta, gritando “el Papa es comunista, marxista, guerrillero, peronista”, y cuantos epítetos ofensivos podamos agregarle. Provocó un disgusto sin igual dentro y fuera de las iglesias, por recordarnos la doctrina de Cristo y su Evangelio, bienaventurados los pobres, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
La iglesia, como Cristo, es experta en humanidad y las bienaventuranzas son un verdadero programa de vida, independientemente de la religión que practiquemos. El elogio a la pobreza no radica en el elogio a la miseria humana, sino al necesario despojo de las ataduras terrenales. No es un concepto sociológico ni económico la definición de pobreza o riqueza proclamada en el Evangelio. Se trata de saber dónde ponemos el corazón, cuáles son nuestras seguridades, y cuan generosos somos a la hora de tener. Y si valoramos más el ser que el tener, entenderemos, que todos nuestros bienes, muebles o inmuebles, como decía Juan Pablo II, gravan una hipoteca social.
Francisco llama a la corriente consumista una verdadera enfermedad psiquiátrica que padece nuestra sociedad. Siempre existió en el corazón del hombre la necesidad de acumular frente a la precariedad de la vida temporal, y no pocos pasan sus días calculando, comprando, acumulando, para darse cuenta en el ocaso de la vida que nunca jamás se vio un camión de mudanzas detrás de una pompa fúnebre. Por eso, podemos afirmar que hay ricos que son pobres, y pobres que son ricos. Ricos que son pobres porque saben vivir con un espíritu de generosidad lo que han recibido o conquistado como fruto de su trabajo, sabiendo que cada cosa que tiene, la tendrá como propia mientras viva, y deben servir al bien común. Y hay pobres ricos, aquellos que acumulan y mezquinan lo poco que consiguen, lo que esperan de los demás o exigen sin poder un mínimo esfuerzo de su parte.
La riqueza tiene como compañeras de vida a la mezquindad, al miedo, a la soberbia y prepotencia, y la pueden vivir pobres y ricos. La verdadera pobreza de corazón está acompañada por la generosidad, el desprendimiento y la solidaridad, pero sobre todo por la libertad y el amor. La muerte no es el fin del hombre, pero su eternidad se construye cada día en las actitudes de vida para con uno mismo y con los demás.