Macri trosko: cuanto peor, mejor
Es innegable que, a fines del 2015, los argentinos votaron por un cambio. Incluso el abultado pero insuficiente voto a Scioli expresó en parte a un electorado harto de tanto cristinismo explícito, y los resultados sorpresivos en territorio bonaerense contra del peronismo K comprueban esta tesis.
En aquel momento, había dos maneras de dar vuelta aquella página traumática de la historia nacional: por las buenas o por las malas. El macrismo inauguró su gestión apostando a la primera vía, la del olvido desdeñoso pero pacífico por la historia reciente. La Justicia cocinaba a fuego lento al kirchnerismo en retirada, el nuevo oficialismo apostaba al relato budista desideologizado, y el reordenamiento de ciertos mecanismos económicos daba permiso colectivo para apostar a un futuro distinto. Y la fragilidad de la coalición política gobernante podía remontarse mes a mes con las expectativas de que un nuevo modelo económico pronto reconstruiría la hegemonía que todo argentino parece necesitar para irse a dormir en paz. Esa luna de miel ingenua alcanzó para pilotear el primer año de gobierno PRO, a pesar de que la reactivación se hacía desear. Todo cambió en los últimos meses, o mejor dicho, todo volvió a ser como siempre: una Argentina con más miedo que esperanza.
Apretado por el regreso de la mala onda, el Presidente dejó de confiar tanto en el marketing de la alegría y se animó a cultivar los modales agresivos a los que tan acostumbrados nos tenía la década anterior, ganada o perdida, según los criterios.
Ahora parece que la famosa “grieta” debe ahondarse y no suavizarse, tal como dejó en claro la estrategia discursiva de Macri en el Congreso. Ya no se trata de dejar que la Justicia -y la prensa anti K- decida qué hacer con la familia Kirchner: ahora el Presidente se indigna con la corrupción enfáticamente. Y desde La Plata, Vidal lo acompaña en su enojo sincronizado. También apuntan a los maestros sindicalizados y a los gremios en general, casi entusiasmados con un clima de trincheras que hasta hace poco los asqueaba. Se acabó la meditación zen. Parece que el “segundo semestre” no existe y que Papá Noel y Los Reyes (de España) tampoco.
Solo queda la fantasía de la transparencia, que Macri sigue alimentando con fideicomisos ciegos y parches administrativos de dudosa adherencia, para intentar diferenciarse de su antecesora. Acaso sea un esfuerzo inútil: el país se muestra partido en dos mitades casi perfectas, diametralmente opuestas, que comparten la convicción común de que la única corrupción que de verdad importa y daña a la nación es la del otro bando, nunca la propia. “Solo importa la economía, estúpidos”, repiten los gurúes.
Pero cuando las cuentas no cierran, y las elecciones de medio término se acercan, ¿qué es lo que importa? La política, claro, y en su fase más despiadada. Por eso en la mesa chica PRO viene insinuando desde comienzos de año que las próximas elecciones legislativas no se ganan con la economía (que no enamora y más bien espanta). Se ganan con política, y cuando decían eso querían decir -ahora lo entendemos- pelea, riesgo, mañas de la vieja escuela, y sobre todo temple para doblar la apuesta. El caldo social está listo y el enano fascista de cierto oficialismo de las catacumbas, también.
Los maestros militantes están calientes en la calle, pero también del otro lado hay una opinión pública que recuerda que no es solo a Macri a quien le hacen paros ni es solo en momentos de vacas flacas cuando las clases no comienzan: hace varios años que marzo no es una fiesta de la educación pública. Los otros gremios fuertes también ganan la calle, tras un año de cautela y distracciones, como la de Moyano, que pensó más en la AFA y el negocio del fútbol que en el movimiento obrero. Ese sindicalismo musculoso también tiene un problema de imagen, que millones de televidentes comprobaron durante la toma del micro centro, con escenas de violencia facciosa que agitan esos fantasmas que suelen hacerle perder elecciones al peronismo, de Alfonsín para acá.
A ese monstruo apela Macri en este año electoral. Un año donde juegan más las pesadillas que los sueños. Ya soñaremos en 2018. Ahora hay que volver -nos empujan- al club de la pelea. Lo cual no es tan alarmante, siempre y cuando nos tiremos solo con las urnas. (Fuente: Noticias)