Pegame y llamame Mauricio…
La Argentina ha comenzado a vivir en estas últimas semanas un experimento político sumamente sorpresivo. Asumió un nuevo Gobierno. La mayoría de las medidas que tomó tienen, como mínimo en el corto plazo, efectos dañinos sobre el nivel de vida de la sociedad. En principio, la salida del control de cambios, con la consecuente devaluación, produjo un salto inflacionario sin compensación salarial hasta el día de hoy, con lo cual se redujeron los márgenes de consumo, algo que ya se puede ver en las estadísticas de las organizaciones especializadas.
Como se sabe, una caída en el consumo tiene consecuencias que afectan al consumidor pero también a comerciantes y productores. En segundo lugar, el ajuste que se está produciendo en el Estado ha reinstalado luego de muchos años en la tapa de los diarios, y en las conversaciones cotidianas, la palabra despidos, una de las más angustiantes para cualquier trabajador. Para completar, el Gobierno acaba de anunciar un aumento muy radical de tarifas. Todo lo hizo con un equipo surgido mayoritariamente de empresas privadas multinacionales. Y lo aplicó, en parte, por medio de dercretos de necesidad y urgencia, un método que era muy críticado durante la administración anterior.
De esa seguidilla, habitualmente, se desprende la caída de imagen, del apoyo social hacia ese Gobierno. Cualquier escuela clásica de análisis político sostiene que, ante la aplicación de un plan que afecta negativamente, en la medida que fuera, las condiciones de vida de la sociedad, lo primero que surge es la insatisfacción, la desconfianza y el rechazo.
Sin embargo, en esta ocasión, y en eso radica la curiosidad, sucede lo contrario. El consenso del Gobierno de Mauricio Macri es muy mayoritario. El fin de semana lo informó una extensa nota en Página 12, para citar la fuente más indiscutible. donde incluso analistas muy cercanos al gobierno anterior le atribuían una imagen positiva superior a los dos tercios de la población. Pese a que también registró una caída del Indice de Confianza del Consumidor, la Universidad Di Tella difundió una subida del 75 por ciento de la Confianza en el Gobierno, cuyo nivel actual fue superado solo un mes de 2003, el primero del mandato de Néstor Kirchner y nunca en los de Cristina Fernández.
Manuel Mora y Araujo, el decano de los encuestadores argentinos, y un íntimo amigo de Daniel Scioli, expresaba su perplejidad el domingo en Perfil. "Hay algo de sorprendente en la magnitud de la aceptación del nuevo gobierno por parte de la sociedad argentina. El voto no lo anticipó ni se reflejó en otros indicios, ni siquiera en las encuestas de opinión preelectorales, en las que Cristina terminó su mandato con buena imagen. ¿Adónde quedó la ilusión con el proyecto K, con aquel eje discursivo de Cristina repetido hasta el cansancio durante años? Ese apoyo que recibía la ex presidenta, ahora reducido a algunos grupos desarticulados que afloran aquí y allá, ¿era sólo una ficción? ¿Qué había detrás de él, adónde está esa sustancia kirchnerista que parece haber desaparecido?".
La principal preocupación del macrismo estaba focalizada en estos meses, que caracterizaban como los más duros de su gestión. Devaluarían, recortarían el salario real, despedirían gente, subirían tarifas. ¿Cómo sería la reacción social luego de años donde esas variables eran más benignas y tras una campaña electoral donde se disimularon bastante los rasgos del desembarco? Los números de los últimos días reflejan que esa primera prueba se sorteó con un éxito que sorprende hasta al macrismo más optimista. Por supuesto que es legítimo dudar sobre la duración del fenómeno. Los tiempos que vienen serán duros y la sociedad argentina suele ser muy volátil. Pero preguntarse si algo dura mucho o poco, sugiere que va a durar. Y, a mitad del primer verano macrista, esa es la primera conclusión del recorrido que apenas se inicia.
Las señales de esa fortaleza se pueden leer en otros fenómenos más sólidos que los sondeos. La reacción sindical frente al cambio de reglas es extremadamente moderada. Apenas la Asociación de Trabajadores del Estado amenazó con un paro nacional. El poderoso Hugo Moyano oscila entre el silencio, planteos moderados de aumentos para las negociaciones paritarias, o la adjudicación de la responsabilidad al Gobierno anterior. La dirigencia peronista con mejor imagen social o inserción territorial sigue también ese camino. La protesta quedó reducida, por ahora, a referentes del kirchnerismo cuyas candidaturas recibieron en sus distritos aun menos votos que los de Daniel Scioli en la primera vuelta –Axel Kicillof, Andrés Larroque, Martín Sabatella, Máximo Kirchner, Aníbal Fernández, Julio De Vido– o a otros a los que el peronismo ni siquiera les permitió presentarse a cargos menores por el rechazo a sus figuras.
La transformación política que se ha producido en la Argentina en los últimos años ha sido tan abrupta que nadie en su sano juicio puede asegurar si se trata de algo efímero –como en el amor, lo intenso suele ser breve–, que se evaporará a medida que el costo de las medidas tomadas se haga sentir a lo largo de los meses, o si –al contrario– es otro de esos movimientos pendulares, tan clásicos, en los que se reemplazan unos valores por los opuestos, como si se tratara de ropa vieja.
Seguramente, de todos modos, hay un factor distorsivo, también muy clásico: las sociedades suelen rodear al nuevo Presidente, como abandonan al anterior. Hace unos años, en una típica nota de verano, Mauricio Macri contó que estaba leyendo La Silla del Aguila, por entonces la flamante novela del mexicano Carlos Fuentes. En ese texto, un ex presidente le escribe a su sucesor: "La victoria de ser Presidente desemboca fatalmente en la derrota de ser ex presidente. Preparese usted. Hay que tener más imaginación para ser ex presidente que para ser Presidente. Porque fatalmente dejará atrás un problema con nombre: el suyo. Los problemas de México vienen de siglos atrás. Nadie ha sido capaz de resolverlos. Pero la gente siempre hará responsable de todo el mal del país al que detenta y, sobre todo, al que abandona el poder".
En 2007, Héctor Aguilar Camín, otro gran escritor mexicano, le hace decir a uno de los personajes de ‘La Conspiración de la Fortuna’: "Era un viejo rito nacional. Cada cierto tiempo, luego de una revuelta fallida, de un motín o de un cambio de gobierno, el país y sus gobernantes sentían la necesidad de quemar un puñado de infidentes en la hoguera de la indignación pública. Los dueños del poder daban así una prueba de rigor contra el abuso, con bajo costo para ellos y alto para sus rivales elegidos. Había sido siempre así, así fue con Santos, y así siguió siendo después, como si en los asuntos públicos la venganza fuese la norma y la generosidad el accidente... Aquella manía sacrificial había dado a luz una opinión pública insaciable en materia de castigos y deshonras. Entre más castigos ejemplares había, más insuficientes parecían los castigos, entre más muestras de rigor daban los gobiernos, más sospechas de culpables impunes había en el aire. Una vez que se suelta, la inquisición pública tiene más sed de culpables que de justicia, pero su rabia no lleva a la justicia sino a la manipulación".
La literatura muchas veces explica más que cualquier análisis político. En los primeros tiempos de un mandato, lo viejo queda viejo, es el depositario natural de culpas y frustraciones, mientras se abraza lo nuevo, sin demasiadas exigencias. Y eso está sucediendo una vez más.
Ahora, con el pié más seguro, se verá quién es Macri. ¿Será cierta esa teoría según la cual había que ajustar un poco algunos detalles –tipo de cambio, salario real, clima de negocios, acceso al crédito externo, déficit fiscal– para que las cosas se vayan acomodando y el país, lentamente, empiece a crecer sobre bases más sanas? ¿O estos primeros pasos serán solo el prólogo de un período donde los sectores mayoritarios de la sociedad pagarán costos más altos para que los más poderosos obtengan más ganancias, en cuyo caso el péndulo volverá a imponer su oscilación habitual? El kirchnerismo describe a un Macri insensible, que –con la excusa de corregir lo que no funcionaba del modelo anterior– intentará imponer un régimen de injustica y concentración de la riqueza. El Gobierno ha sostenido siempre que eso es una caricatura, una distorsión, una provocación, un insulto.
Ahora que hizo pié, Macri tendrá tiempo para develar ese dilema: quién es de verdad y, en base a eso, cuánto tiempo tardará el hechizo en desvanecerse. (Fuente: www.elcronista.com)