¿Seremos capaces de reinventarnos?
Hace exactamente 100 años, la Argentina terminaba 1918 con déficit fiscal y una inflación de 26 %, un nivel sorprendente en ese entonces y que no volvería a registrarse hasta la década de 1950. Eran años en los que el patrón internacional todavía era el oro y la economía global padecía las secuelas de algo ignorado: una guerra mundial.
Pero, en rigor, la inflación no preocupaba demasiado. De hecho, la Argentina estaba transitando un ciclo expansivo, con niveles de crecimiento superiores a los de Estados Unidos, Canadá y Australia hasta 1930.
En cambio, lo que ya hacía ruido era el resultado fiscal. El déficit de las cuentas públicas acumulaba seis años seguidos.
Ya alrededor de 1913, se decía: “Un fenómeno que causa alarma entre los financieros que estudian el desenvolvimiento progresivo de los diversos ramos de la Administración, es la falta de armonía entre los gastos de la administración nacional y el aumento de la población total. Hay un verdadero lujo en multiplicar empleos, aumentar los sueldos y otorgar concesiones onerosas para el Tesoro público, como si el fondo común fuera inagotable”.
Visionario, el dedo ya estaba en la llaga. Pero parece que aquí nadie quería admitir el daño. Y así ocurrió desde entonces.
Un siglo después, la Argentina transitó por 82 años de inflación de todo tipo y color (62 con dos dígito o más) y, peor aún, 92 años con déficit fiscal. Tras la complicada salida de la convertibilidad, el ciclo de superávit de 2003 a 2008, durante la primera fase del kirchnerismo, fue la ilusión detrás del cual se perdió la trascendental oportunidad de cambiar, con viento a favor, el rumbo.
Lo que sobrevino, en cambio, fue el desacierto de siempre, y recargado: aumento del gasto público, emisión monetaria para financiarlo y atraso cambiario. Con la crisis de balanza de pagos en el horizonte, el gradualismo del macrismo apostó por un ajuste amigable, financiado con endeudamiento. La estrategia no logró el resultado esperado.
A este estado de cosas llegamos con el incómodo traje de una devaluación disparatada, altas tasas de interés, recesión, inflación en aumento y el peligro de continuar en la ciénaga de la decadencia.
No hay magia. Ni siquiera la ridícula idea de la dolarización plena de una economía que, hace mucho tiempo, se piensa a sí misma como bimonetaria.
La principal vía de ingresos, se sabe, es la de los impuestos, un camino genuino que, de tanto uso y abuso para sostener un gasto excesivo, ya no aguanta más.
Entonces, las posibilidades que quedan son el endeudamiento, nunca recomendado para financiar erogaciones corrientes, o la emisión monetaria, que transmite el virus de la inflación.
Estamos usando los tres y aún así no alcanza, por el simple hecho de que el drama es gastar como si el fondo común fuera inagotable, un hábito que encaja en el pensamiento común de una enorme mayoría de argentinos y de nuestros dirigentes.
Lo que finalmente alumbre en el Presupuesto 2019 mostrará si, un siglo después, empezamos o no a ser capaces de reinventarnos.
Devaluación e inflación. Al comenzar este decenio, Argentina ingresó en una laguna inflacionaria en el que quedó encerrada y no puede abandonar. Si el año es estable, la inflación oscila el 25 % y, si hay devaluación, se acerca al 40 %, como está pasando ahora. La economía está ‘seteada’ (configurada) para funcionar de esa manera.
Los años con menores turbaciones fueron 2011, 2012, 2013, 2015 y 2017. Con excepción de 2012, los demás son impares y en ellos el dólar no tuvo demasiada inestabilidad e, incluso, se atrasó. En esos años, la inflación alcanzó valores alrededor del 25 %.
En cambio, en 2014 y 2016 (años pares), cuando se ocasionaron devaluaciones fuertes y concentradas en cortos períodos de tiempo, la inflación se aceleró. Y este año ocurrirá de igual manera. De hecho, el propio Gobierno trabaja con la hipótesis de una inflación 2018 de 42 %, mientras algunas consultoras ya hablan de 45 %.
En casi todos los años impares, la economía creció, salvo 2012, cuando la actividad cayó 1 %. Los años pares, en cambio, fueron recesivos. En los impares, coincidentes con elecciones generales o de medio término, la economía crece porque los gobiernos buscan mantener un clima optimista. Existe una relación directa entre el voto positivo de los ciudadanos y la actividad económica y el consumo.
En años pares, en cambio, hay que “pagar” los incentivos del período anterior con ajuste, lo que frena la actividad.
Entre los economistas no hay acuerdo sobre las causas de la inflación y cómo hacer para frenarla. Unos dicen que es un problema monetario (si el Gobierno emite más dinero hay más para gastar y por eso los precios suben). Para otros, es un problema de inercia: haya o no emisión, las empresas suben precios porque aumentan los salarios (el consumidor tiene más dinero) y viceversa.
Tras salir de la crisis de 2001/02, la gestión kirchnerista sostuvo el crecimiento con incentivos al consumo interno, subsidios a servicios públicos y emisión monetaria. Esto hizo subir el gasto público y originó el déficit fiscal que selló la última etapa de la ex presidente Cristina Fernández. Cubrir este déficit con emisión monetaria y deuda interna instaló una inercia inflacionaria: precios y salarios subían 25 %.
El primer quiebre ocurrió cuando el ex ministro de Economía Axel Kicillof dejó que el dólar pasara de 6 a 8 pesos entre fines de 2013 e inicios de 2014. Pero la “ventaja” de esa devaluación duró poco y la licuó la inflación.
Argentina tiene inflación desde hace 70 años porque la clase política empezó a no preocuparse de las finanzas públicas, cubriendo el déficit con emisión de dinero. Los gobiernos populistas no podían acomodar el gasto a los ingresos y los no populistas, que venían después, no podían frenar el gasto.
Con la gestión de Cambiemos, la emisión de dinero no frenó, pero siguió otra lógica: los pesos se usaron para comprar dólares (endeudamiento para cubrir el déficit) y luego se absorbían con las Lebac del Banco Central. El último reporte oficial indica que la base monetaria presenta un ritmo de crecimiento de 41,3 % interanual (…), inflado por los cambios realizados en los requerimientos mínimos de liquidez a las entidades financieras.
Si un Gobierno no detiene la emisión de dinero, termina perdiendo reservas y eso da origen a una importante devaluación. Lo mismo le pasó a Cristina, pero en su caso eligió reventar las reservas.
La eliminación del cepo cambiario originó una devaluación brusca y se creyó que no iba a impactar en los precios internos bajo la creencia de que ya estaban atados al dólar paralelo. Sucedió lo contrario y a partir de ese momento el Gobierno empezó a correr de atrás el problema inflacionario.
Emitir dinero en exceso produce inflación, pero cuando la emisión disminuye, la inflación no baja de manera simultánea, por efecto de la inercia. A esto se sumó la actualización de las tarifas en los servicios públicos.
Todo conspiró contra las metas de inflación: inercia de 25 % en precios y salarios, subas fuertes de tarifas y bruscas devaluaciones. Paradójicamente, la inflación hizo difícil frenar el ajuste de los servicios públicos, porque elevó los costos.
El acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI), que está en revisión, obliga al Gobierno a dejar de emitir dinero para financiar el Tesoro nacional. Sin embargo, la inflación sigue alta, impactada ahora por la suba del dólar.
La actual es una inflación de costos, por la fuerte devaluación del peso y el aumento de tarifas de principios de año.
Como telón de fondo hay otra balanza deficitaria, la comercial, vinculada con la brecha entre la cantidad de dólares que salen del país y los que entran de manera genuina, es decir, sin contar los que ingresan por endeudamiento, sino por exportaciones e inversiones.