MASACRE DE LOS PALOTINOS: CRIMEN IMPUNE DONDE EL ÚNICO CONDENADO FUE EL PERIODISTA QUE LO INVESTIGÓ
Los 70: El asesinato de los tres sacerdotes y dos seminaristas de la parroquia San Patricio, en 1976, conmovió al barrio de Belgrano; se lo atribuye a fuerzas paramilitares; el periodista Eduardo Kimel relató el caso en un libro y la Justicia le impuso una pena por calumnias e injurias.
Las víctimas fueron tres sacerdotes, Alfredo Leaden (57 años), Pedro Duffau (65) y Alfredo Kelly (40), y dos seminaristas, Salvador Barbeito (29) y Emilio Barletti (25). (Gentileza: Archivo Comunidad Palotina Argentina)
Por Pablo Mendelevich
PARA LA NACION
La masacre de los Padres Palotinos, uno de los más siniestros actos de la dictadura, fue tratada en aquel momento con extraordinario cinismo. Sin temor al absurdo, el poder militar se esforzó por culpar a la guerrilla.
“El vandálico hecho demuestra que sus autores, además de no tener patria, tampoco tienen Dios”, dijo el general Carlos Guillermo Suárez Mason, comandante del Primer Cuerpo de Ejército, más tarde uno de los sospechados de haber sido el que dio las órdenes. Mediante un comunicado, el Primer Cuerpo le adjudicó el hecho a “la subversión”.
La fría mañana del domingo 4 de julio de 1976, mientras Gerald Ford presidía los festejos por el bicentenario de la independencia de Estados Unidos, todos los indicios del macabro hallazgo en el barrio de Belgrano apuntaban a un grupo de tareas paramilitar o parapolicial en venganza por la voladura del comedor de Coordinación Federal, con un saldo de 23 muertos –la gran mayoría policías- y 60 heridos. Del brutal atentado de Montoneros apenas había pasado un día y medio.
Los asesinos de los cinco religiosos palotinos hasta habían dejado su marca en el lugar. “Por los camaradas dinamitados de Seguridad Federal; venceremos”, escribieron en la puerta de uno de los dormitorios de la casa parroquial de San Patricio. Otro cartel decía: “Estos zurdos murieron por ser adoctrinadores de mentes vírgenes y son MSTM”, en alusión al Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo.
Pero la orden militar era precisa: sea como fuere, acreditarle el hecho a “la subversión”.
Los crímenes impunes
Las víctimas fueron tres sacerdotes, Alfredo Leaden (57 años), Pedro Duffau (65) y Alfredo Kelly (40), y dos seminaristas, Salvador Barbeito (29) y Emilio Barletti (25). La noche del sábado los seminaristas Barbeito y Barletti junto con un tercero, Rodolfo Capalozza, habían ido al cine. Capalozza, quien se salvó porque decidió ir a dormir a la casa de sus padres, contó que después del cine fueron a cenar, se despidieron en el Obelisco y Barbeito y Barletti se tomaron el 39 hasta Chacarita. Cuando llegaron a Estomba los estaban esperando para asesinarlos. Barletti no llegó a sacarse la bufanda.
La escena del crimen quedó contaminada por la policía desde el vamos, con relativo éxito. Todavía hoy, aunque no se discute que la dictadura fue responsable de la masacre de los curas palotinos, no se pudo probar judicialmente si la ejecución estuvo a cargo de un grupo de tareas de la Armada, de la Policía Federal, o si fue un resabio de la Triple A, integrada también por policías. Según Robert Cox, director del Buenos Aires Herald, el nuncio Pío Laghi creía que actuaron militares a las órdenes del general Suárez Mason.
Aquel domingo se dijo falsamente que los autores habían colocado, además, un artefacto explosivo, procedimiento que se suponía asociado con las acciones de la guerrilla. Las leyendas de los autores con sus inculpaciones vengativas fueron borroneadas. Al día siguiente, la prensa informó que se habían dejado leyendas, pero no se reveló lo que decían.
Los cuerpos, luego de ser llevados a la morgue, fueron retaceados por las autoridades, quienes no querían que se los velara en San Patricio, donde una multitud los aguardaba para despedirlos. Recién a las 3 de la mañana del lunes, tras intensas gestiones de religiosos y de jueces, fueron devueltos y se pudo hacer el velatorio. A la misa, en la que hubo alrededor de 3000 personas, concurrieron -además del arzobispo de Buenos Aires, monseñor Juan Carlos Aramburu, y el nuncio Pio Laghi-, el canciller de la dictadura, almirante César Guzzeti, el general Suárez Mason y otros altos jefes militares. También, sacerdotes de diversas congregaciones entremezclados con una buena cantidad de agentes de fuerzas de seguridad vestidos de civil.
“Hay que rogar a Dios, no solo por los muertos –dijo en el sermón fúnebre el padre Roberto Favre-, sino también por las innumerables desapariciones que se conocen día a día. En este momento debemos reclamar a todos los que tienen alguna responsabilidad que realicen todos los esfuerzos posibles para que se retome el Estado de Derecho que requiere todo pueblo civilizado”.
Autos sospechosos
Fuera del barrio de Belgrano R y de los círculos católicos irlandeses la comunidad palotina de San Patricio no era demasiado conocida, tampoco los nombres de sus sacerdotes. La iglesia de San Patricio y la casa parroquial lindera, en Estomba 1942, entre Echeverría y Sucre, está enclavada en una zona de clase media acomodada. En la esquina de Estomba y Sucre, enfrente de la iglesia, estaba la vivienda del general Juan Andrés Martínez Waldner, que en 1976 era el gobernador de Neuquén designado por la Junta Militar. Vecindad fortuita que desencadenó una parte de las evidencias que permitirían reconstruir el desarrollo de los hechos, si bien no la identidad de los asesinos.
Julio Víctor Martínez, hijo del general Martínez Waldner, llegó a su casa alrededor de la 1.30 de la mañana en compañía de su amigo Jorge Argüello, el actual embajador argentino en Washington. A ambos jóvenes les llamó la atención la presencia en la cuadra de autos sospechosos, dos Peugeot 504 de distinto color. Inquieto por la seguridad de su familia, Martínez se fue a la comisaría 37°. Solo consiguió que le tomaran la denuncia después de invocar la profesión de su padre. Logró que el comisario enviara un patrullero.
A todo esto, el vecino Carlos Santini estaba en su casa, enfrente, con sus amigos Luis Pinasco y Guillermo Silva. En esa casa se resguardaba del frío el custodio de la vivienda del general Martínez Waldner, un cabo de la policía llamado Pedro Alvarez.
Cuando el patrullero comandado por el oficial Miguel Romano, a quien acompañaban el sargento primero Agustín Báez y los agentes Serafín Losada y Atilio Juarez llegó al lugar, Romano se bajó y conversó con el ocupante de uno de los autos sospechosos. Instantes después tocó bocina y salió a la calle el custodio del militar, a quien Romano le dijo: “si escuchás cohetazos no salgas porque vamos a reventar la casa de unos zurdos; no te metás porque te pueden confundir”. Un cuadro acabado de lo que habitualmente se conoce como zona liberada.
Los jóvenes vecinos observaron el movimiento por las ventanas. Luego declararían que al ver entrar a los hombres de los Peugeot 504 con armas largas a la casa parroquial pensaron que desde allí accederían a alguna vivienda. Alrededor de las 4.30 escucharon su partida.
Rolando Savino, de 16 años, organista de la iglesia, llegó a las 7.30 de la mañana. Contra lo habitual, encontró las puertas cerradas. Como nadie respondía al timbre, trepó y entró por una banderola semiabierta, consiguió las llaves y abrió la iglesia para que pudieran entrar los primeros feligreses. Luego fue a la casa parroquial, donde se sobresaltó con un inexplicable silencio. Subió las escaleras hacia el primer piso. Las luces estaban encendidas. Allí, en la sala de estar, halló los cuerpos acribillados de los cinco religiosos, colocados en fila boca abajo. Sobre el cuerpo de Barbeito se veía un afiche arrancado de las paredes, un cuadro de la historieta de Mafalda. El personaje señalaba la cachiporra de un policía y decía “ven, este es el palito de abollar ideologías”.
Savino se dirigió a la comisaría 37° donde radicó la denuncia del macabro hallazgo, pero el comisario Rafael Fensore dejó asentado que él recibió información de “un grave hecho de sangre” en Estomba 1942, a través “del aparato telefónico del Estado 51-3333″.
La comunidad palotina
Los religiosos palotinos, cuyos sermones y actividades pastorales exhibían una marcada sensibilidad social, tenían una creciente reputación barrial de progresistas. En aquellos duros comienzos de la dictadura, pleno auge de la polarización entre orden militar y subversión en la que cualquier matiz se volvía alarmante y hasta peligroso, no todos los feligreses de Belgrano R simpatizaban con la singularidad de los palotinos, ni con la línea de Alfredo Kelly, el nuevo párroco.
Kelly, quien promovía una comunidad más abierta y participativa, llegó a hacer sermones muy audaces para el momento que se vivía. En uno de ellos habló de miembros de la comunidad y vecinos de Belgrano que se quedaban con muebles y objetos rematados de personas desaparecidas. “Nos escudamos en la fe para no ver lo que ocurre a nuestro alrededor -dijo-, pero ya no podemos ser indiferentes”.
El sacerdote agregaba: “En todo el país surgen más y más de estos casos. Madres que no saben dónde están sus hijos, hijos que no saben dónde están sus padres, familias forzadas al exilio, señales de muerte por todos lados […] y no podemos conmovernos, no podemos reconocer en estos días la persecución que sufre nuestro pueblo. Quiero ser bien claro al respecto: las ovejas de este rebaño que medran con la situación por la que están pasando tantas familias argentinas, dejan de ser para mí ovejas para transformarse en cucarachas”.
En su diario personal, Kelly escribió tres días antes de ser asesinado: “Acabo de tener una de las experiencias más fuertes en la oración. A la mañana me enteré de la gravedad de la calumnia que circula sobre mí. Y a lo largo del día me fui dando cuenta del peligro que corre mi vida. Lloré mucho”.
Barletti, la víctima más joven, integraba el grupo Cristianos para la Liberación, laicos y religiosos de izquierda cercanos a la Tendencia Revolucionaria del peronismo. Barletti y Barbeito habían entrado al seminario en 1975.
En las dos investigaciones judiciales que hubo, a cargo de los jueces Guillermo Rivarola, en 1976, y Néstor Blondi, durante el gobierno de Raúl Alfonsín, nunca nadie fue condenado por la matanza de los palotinos. Salvo Eduardo Kimel, el periodista que la investigó. Un absurdo más.
Kimel publicó en 1989 el libro “La masacre de San Patricio”, una investigación periodística muy sólida, base de la película “4 de julio, la Masacre de San Patricio”. Un breve párrafo del libro en el que criticaba al juez Rivarola por no haber tomado en cuenta indicios decisivos le valió un juicio y la condena a un año de prisión en suspenso, más el pago de una indemnización de 20.000 dólares al juez. La Cámara de Apelaciones revocó la condena, pero la Corte, en la época de Carlos Menem, la confirmó.
Luego de muchos años, el caso, que se volvió icónico respecto de la libertad de expresión, llegó hasta la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la cual condenó al Estado argentino a reparar las violaciones, dejar sin efecto la condena penal y despenalizar el delito de calumnias e injurias. De allí viene la ley 26.55, promulgada en 2009 por Cristina Kirchner.
Kimel no llegó a celebrar el legado porque falleció, a los 57 años, pocos meses antes de que se promulgase la ley. Su libro sigue siendo una referencia obligada. Los autores materiales de la masacre siguen impunes.
コメント