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LA INVASIÓN RUSA A UCRANIA. EL DRAMÁTICO ASEDIO A KIEV DESDE ADENTRO - 25/02/2022 -

“Mejor quedarse abajo ahora, hay explosiones”

La corresponsal de LA NACION cuenta cómo se vive el avance de las tropas rusas sobre la capital y la resistencia de las fuerzas ucranianas

Por Elisabetta Piqué - Enviada Especial


KIEV.- Explosiones que retumban, mueven puertas y hielan la sangre. El tétrico ulular de sirenas, el mismo olor a pólvora, disparos en las calles, edificios bombardeados: Llamas, un puente volado sobre el río Dnipro y la tan temida llegada de tropas rusas con consecuentes combates en la capital ucraniana. Es la película del segundo día de esta guerra estallada en el corazón de Europa. Un conflicto que para muchos marca el fin de la era de la post Guerra Fría. En otra jornada de pánico para una población, que seguía protagonizando un éxodo hacia la frontera oeste para huir del ataque masivo, la propaganda política y campaña de desinformación de las dos partes en pugna siguió creando enormes dificultades para entender la evolución de una situación a todas luces híper delicada y compleja. Aunque las autoridades ucranianas admitían el ingreso de unidades rusas, “saboteadores” y blindados al norte de esta capital, al mismo tiempo aseguraban que sus soldados, reservistas y voluntarios estaban combatiendo y resistiendo la avanzada. Incluso entregaban armas a los civiles para participar de la epopeya, que siguió cosechando decenas de muertos de ambos lados, con cifras imposibles de verificar. Aunque en el terreno era evidente la brutal intensificación del cerco a Kiev. Es una capital que seguía siendo una ciudad fantasma, desierta en sus calles, donde causaban sobresaltos repentinos disparos y estruendos. Y donde parecía haber comenzado la cuenta regresiva para una salida de escena, lo antes posible y sin derramamiento de sangre, del presidente ucraniano, Volodimir Zelensky. De hecho, tanto del lado de Vladimir Putin, considerado el culpable de esta catástrofe -el agresor-, como del lado de las fuerzas occidentales, Estados Unidos y la Unión Europea, que en represalia de la invasión intensificaron sanciones económicas contra Moscú, crecía la presión -tanto militar, como diplomática- para la “puesta en seguridad” de Zelenski, es decir, su destitución, pero a través de negociaciones y, quizás, una tregua. Tanto el presidente francés, Emmanuelle Macron, como el primer ministro británico, Boris Johnson, de hecho, le habrían propuesto asilo a Zelensky, según fuentes diplomáticas. Las versiones hablaban, además, de supuestos y difíciles negociaciones entre las dos partes en Minsk, Bielorrusia o en Varsovia, Polonia, en busca de una tregua. Pero los bombardeos seguían y no había nada confirmado sobre esta posibilidad. Ni se sabía entre qué tipo de delegación podrían darse estas tratativas, que parecían una estrategia para ganar tiempo y seguir avanzando de Putin, más determinado que nunca en su desafío a Occidente. De hecho, la guerra verbal seguía más latente que nunca. Llamado de Putin

“Exhorto al Ejército ucraniano a no permitir que los civiles y los individuos sean usados como escudos humanos”, clamó Putin que, en otra vuelta de tuerca, llamó a las fuerzas enemigas a remover a su presidente, Zelensky, y a “la banda de drogadictos y neonazis” al frente del gobierno de la ex república soviética rebelde. “Con el ejército en el poder” será más fácil una tratativa “con nosotros”, explicó el líder del Kremlin. Volvió a dejar claro, así, que su objetivo no es la invasión total sino más bien desterrar al excómico devenido en comandante en jefe de una guerra jamás imaginada en esta escala, considerado un títere de su principal adversario: Estados Unidos. Y poner en su lugar a otro político afín, como es por ejemplo Alexander Lukashenko en la aliada Bielorrusia. Como los ataque siempre comienzan al amanecer, por lo que se espera una tercera noche de pesadilla, por segundo día consecutivo la jornada comenzó haciendo sobresaltar a todos en medio del sueño. Pasadas las tres de la mañana, el estruendo de baterías de misiles de defensa antiaérea ucraniana repelían ataques desde el aire de fuerzas rusas.

Las explosiones volvieron a crear pánico en los cerca de tres millones de habitantes de esta capital, en cuyas periferias comenzaron a ser atacados y destruidos edificios de estilo soviético de algunas áreas residenciales. El humo negro volvía a opacar y cubrir el cielo de un día que hubiera sido soleado, pero que volvió a ser sombriamente gris. Quien no había escapado en masa ayer, cuando arrancó la ofensiva a gran escala, volvió a tener que correr rápidamente a refugiarse en las entrañas de la ciudad. En búnkers, estacionamientos y estaciones de metro de una ciudad ya totalmente fantasma donde parecía que había caído una bomba neutrónica, aunque servicios como el subte y el ferroviarios seguían funcionando, así como algunas tiendas de alimentos y esenciales. En lo que comenzó a volverse casi rutinario, varias veces durante el día el ulular lúgubre de las sirenas de alarma obligaron a todos, incluso corresponsales de guerra, a bajar a los refugios. Allí podían palparse el terror, el desamparo, la angustia, el desasosiego. Y las historias, los rostros, las personas que hay detrás de esta guerra en el corazón de Europa que, ya no hay duda, marcará un antes y un después en cuanto a los equilibrios geopolíticos del mundo.

Entre las 50 personas refugiadas en el estacionamiento subterráneo del hotel donde se encuentra esta corresponsal, el Radisson Blu del barrio del centro norte de Podin, la mayoría eran ucranianos, junto a una minoría de periodistas internacionales. Había familias con muchos niños, adolescentes, abuelos, una joven discapacitada que cada tanto lanzaba sonidos guturales, totalmente perdida en ese contexto desconocido y hostil, e incluso mascotas inconscientes del drama. Algunos habían logrado hacerse de un colchón tirado en lo que era la parte de servicio subterránea del hotel, transformada en comedor-dormitorio. En medio de una muy buena organización, el personal del hotel, evidentemente aterrado, pero preparado y acompañado en buena parte por familiares, daba instrucciones con gentileza y firmeza. Cuando bajar al búnker, cuando salir, cuando volver a bajar. “Mejor quedarse abajo ahora, hay explosiones”. También repartía mantas para quienes se habían instalado en sillas colocadas en el garaje subterráneo, zona más fría, e incluso fármacos para quienes de repente acusaban dolores de cabeza fruto de la tensión, el miedo a no saber qué viene, qué pasa, qué pasará. Algunos niños dormían, otros jugaban, dibujaban, mientras sus padres, con rostros adustos, controlaban la información en sus celulares para decidir qué hacer. Entre los refugiados en el búnker, se destacaba una familia española del movimiento católico Neocatecumenal, con ocho hijos.

“Hace diez años vinimos a misionar a Kiev y nunca nos imaginamos que podría llegar a pasarnos algo así, la guerra”, dijo a LA NACION Sara Aguilo (de 41 años), madre de Joaquín (15), Amparo (13), Agustín (11), las gemelas Irene y Sara (9), Vicent (7), Esteban (5) y Loreto (2). Mientras ella, por supuesto ama de casa, intentaba controlar esa tropa, que parecía divertirse con esa extraña aventura, su marido Joaquín Carbonell (45), que enseña español en la Universidad Municipal de Kiev, con el celular se la pasaba conectada con personal de la embajada española que les había prometido evacuarlos en el primer convoy que pudiera salir de la capital, con rumbo a Polonia.

“Ayer a la mañana en principio nos levantamos para ir al cole, pero desde que comenzó a sonar la sirena de alarma, en los chats de la escuela nos dijeron que no había que ir y al ver degenerar de este modo la situación, algo que nunca nos esperamos, nos enteramos de los convoyes y aquí estamos”, contó Sara, oriunda de Valencia, como su marido. Como en su casa no se sentían seguros, decidieron pasar la noche en el hotel, que tiene búnker, a la espera de la evacuación, que finalmente ocurrió a las siete de la mañana, en una ventana de respiro entre ataque y ataque.

Esperábamos un desenlace más progresivo, no esto... Aunque algo indicaba que todo iba precipitando. ¿Crees que Putin ha movido todo este berenjenal para que no pase nada?”, comenta Sara, que dice que prefiere no meterse en política. ¿Qué espera para el futuro? El objetivo ahora es huir de Kiev, llegar a Polonia y luego a Valencia. ¿Volverán a Kiev? “Quiero volver a recoger la casa. Pero después de una situación así, va a ser difícil arrancar de nuevo. Hemos formado muchos lazos en este tiempo, los chicos, además de español, hablan ruso y ucraniano, todos son bilingües aquí, pero si hay un cambio de gobierno y de las condiciones, ya no creo que podremos entrar a Ucrania”, afirma.

¿Qué se llevaron? “Efectos personales y el ordenador”, dice Joaquín. ¿Qué dejan en Kiev? “Ropa, juguetes, el coche”, agrega. Con rostro joven y adusto, preocupado, Alexandra Romani, arquitecta de 24 años, pelo morocho en una larga trenza y la única que habla inglés de los ucranianos presentes en el búnker -junto a los managers del hotel-, también planea irse. Cuenta a LA NACION que decidió venir a pasar la noche en el hotel junto a su familia porque en sus casas ya no se sentían seguros. “Somos nueve en total”, precisa, señalando a sus padres, Viktoria y Vasil, sus suegros, Leiza y Vasil y sus cuñados Svat y Iurgem. “Svat trabaja en el hotel y ayer vinimos, discutimos sobre la situación y como estaban las avenidas atascadas para huir hacia el suroeste, hacia Rumania, decidimos esperar y pasar la noche acá”, cuenta, con ojos llenos de terror.

¿Piensa que van a derrocar a Zelensky? “Nadie sabe ni qué hacer, ni qué va a pasar.. Pero si él se va ¿quién lo va a reemplazar? Putin quiere sacarlo, pero los ucranianos vamos a luchar”, asegura. Coincide su marido, Andrej, también arquitecto como ella, que no oculta su enojo con las fuerzas occidentales supuestamente amigas de Ucrania. “¿Dónde están? Las sanciones contra Rusia no sirven para ayudarnos, nos dejaron solos”, acusa, mientras toma un café en el comedor-dormitorio del refugio.

A lo lejos se siente un estruendo. El enésimo. “Ya no podemos vivir así, tenemos que irnos”, interrumpe Alexandra, que, un par de horas más tarde, decidirá partir. Destino, Rumania. “Mi jefe me dijo que tiene una casa donde nos puede hospedar. Vamos hacia allá, ojalá Dios nos acompañe”.

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