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KIRCHNERISMO/20 AÑOS - ANIVERSARIO EN CRISIS. Por CARLOS PAGNI - La Nación

Auge, consolidación y declive de un populismo que se quedó sin plata 20 de mayo de 2023

La historia del kirchnerismo está en curso y, más allá de las sombrías señales que se dibujan en su horizonte, el final está abierto todavía. Esta incertidumbre tiñe de provisoriedad cualquier intento de definir el lugar de este grupo político en la vida nacional. Aun así, al cabo de dos décadas es posible reconocer algunos rasgos indudables. No sólo porque la duración cincela identidades. También porque la obstinación de Cristina Kirchner otorga a su grupo una rigidez que favorece al retratista. Es posible, entonces, afirmar que el kirchnerismo no ha logrado ser, si es que alguna vez se lo propuso, algo distinto de una variante del peronismo. Una versión muchísimo menos herética de lo que muchos de sus integrantes estarían dispuestos a aceptar. Esta fracción representa también la irrupción en el curso de la vida democrática restaurada en 1983 de una concepción del poder que entra en conflicto con la doctrina constitucional y que desafía a las reglas del mercado con políticas que van del intervencionismo al estatismo.


La intensidad de estas novedades debe ser calibrada. Pero es relevante advertirlas porque ponen de manifiesto que, a partir de algún momento que se podría situar en el enfrentamiento con el sector agropecuario del año 2008, en la Argentina se abrió un conflicto ideológico del que el kirchnerismo fue una expresión y, a la vez, un agente. En este sentido, ha sido la tímida modalidad argentina de una corriente que se desplegó por América Latina durante la primera década del siglo, recreando en buena parte de la izquierda internacional la expectativa de que desde esa región podría aflorar una alternativa al orden capitalista, es decir, podría repararse la frustración que produjo la caída del Muro de Berlín. La cuna del kirchnerismo fue el gran derrumbe de 2001. Es imposible entenderlo fuera del contexto de esa crisis. De las muchas cosas que se rompieron aquel año, la más valiosa fue el vínculo entre representantes y representados.


El kirchnerismo fue una respuesta que dio el peronismo a la consigna “que se vayan todos” y a lo que esa consigna verbaliza: convulsión social, movilizaciones colectivas, estado de deliberación. Con alguna audacia se podría conjeturar si esa tormenta no fue la versión anticipada de efervescencias similares, distintas “primaveras” que ocurrieron a lo largo del planeta. Hace 20 años Néstor Kirchner contaba con una característica providencial para la tarea de reconectar lo que se había cortado. Casi nadie sabía quién era. Apenas se conocía a su esposa por su ferviente participación en el Congreso y en los programas de TV. Los medios ignoraban apellidos como Zannini, De Vido o Larcher. La llegada de esa cofradía desde Santa Cruz creaba la sensación de que se habían ido todos. Eran el gobierno extranjero de la delirante receta que había prescripto Rudi Dornbusch en medio del incendio.


El macrismo tuvo la misma matriz. Surgió como un intento de que la política se vuelva a hacer aceptable para unos sectores medios que habían quedado desprovistos del instrumento con el que habían intervenido en la vida pública por más de un siglo: el radicalismo. La trayectoria de ambos, kirchnerismo y macrismo, es la trayectoria de ese empeño. La marca de 2001 está impresa en la primera etapa de la experiencia kirchnerista. Es la que va de 2003 a 2005. Fueron los años en que Néstor Kirchner debió gobernar con una legitimidad conjetural. La que le otorgaba una victoria en segunda vuelta contra Carlos Menem de la que el riojano lo privó con su retirada. Kirchner compensó esa fragilidad con una excelente comprensión del tiempo histórico. Se puso al frente de una empresa de regeneración política. Su poder había surgido de las entrañas del duhaldismo. El resto del peronismo se le subordinó con bastante rapidez. El nuevo líder dedicó su esfuerzo principal a forjar una coalición con sectores del Frepaso, a los que se agregó después una fracción de la UCR.


Era una invención que se proponía expandir la representación del nuevo gobierno hacia los sectores medios. La sociedad desencantada con la política miraba con ojos extasiados cómo la esposa del Presidente arrasaba, con escasísimo apego a las garantías procesales, con la Corte Suprema de Justicia; cómo se exponía, con el auxilio inestimable de los servicios de Inteligencia, a los senadores acusados de haber cobrados coimas; cómo se arrinconaba a los gremialistas, se los desalojaba de sus negocios en el aparato de salud, y se entronizaba en su lugar a los por entonces virginales piqueteros.


El kirchnerismo obedecía a la antigua vocación del peronismo. Como el General fundador en 1945, se propuso garantizar un orden. Evitar la revolución. Refutar a la izquierda radicalizada, que apostó a que de las asambleas barriales y los piquetes de 2001 emergería una nueva organización social. Como el mismo General, reconstruiría el tejido amenazado con la indispensable colaboración de un momento económico inigualable. Cuando se examina el cambio de poder de 2015 es habitual apuntar que Cristina Kirchner entregó una crisis asintomática. La catástrofe estaba en el powerpoint pero no en la piel de las personas. Es menos evidente que Néstor Kirchner recibió de Eduardo Duhalde una recuperación asintomática. La mejoría estaba en el powerpoint pero no en la piel de las personas. Sin embargo, Duhalde había dejado una economía encaminada, gracias sobre todo a los ajustes piloteados por Jorge Remes Lenicov. Kirchner fue respetuoso de esa herencia y mantuvo a Roberto Lavagna en el Palacio de Hacienda. Hubo también otra bendición: 2003 fue el punto de partida del gran ciclo asiático del que sacaron ventaja los productores de materias primas. Se impuso lo que Julio María Sanguinetti denomina “la bonanza”, un acierto verbal, porque sugiere lo que esa instancia rutilante tuvo de azaroso, de involuntario.


Esos vectores económicos impulsaron al kirchnerismo a una victoria de características teatrales. 2005 fue el año del parricidio de Eduardo Duhalde, ejecutado por Cristina Kirchner sobre “Chiche” Duhalde, la esposa de “El Padrino”. Aquellas elecciones aceleraron el trance de conurbanización de los santacruceños. Los Kirchner se calzaron la corona de Duhalde y completaron la tarea comenzada el mismo día en que llegaron a la Casa Rosada: la conquista del Gran Buenos Aires, que es el territorio desde el que dominarían al PJ. Santa Cruz pasó a ser la casa matriz de ese proyecto de poder. El conurbano bonaerense sería, en adelante, su sede central. Este pasaje es el hilo secreto de otra mutación. Hasta 2005 el kirchnerismo había sido la oposición al orden establecido. Los ejecutores del “que se vayan todos”. Con los comicios de ese año Kirchner subsanó su déficit de origen, se asentó en el poder, se convirtió en oficialismo. Desde esta nueva posición, él y su esposa, exhibieron una ambición política y una audacia que se vieron pocas veces en la historia, aun tratándose de un país con demasiados antecedentes caudillescos. Esa voluntad no declinó, en cambiantes circunstancias, a lo largo de dos décadas.


Sobre estas bases los Kirchner convocaron a una gran fiesta de consumo, sostenida en un creciente atraso del tipo de cambio, subsidios energéticos y alimentarios, y una tasa de interés siempre negativa respecto de la inflación. También construyeron un Estado a la medida de ese momento irrepetible de la economía. Es interesante comparar cómo aprovecharon los países exportadores de commodities esa ola de ingresos excepcionales.


La Argentina no cimentó una nueva infraestructura, como Bolivia; ni constituyó un fondo anticíclico, como Chile. Eligió otro camino: capturó el excedente de esa edad de oro, sobre todo a través de retenciones, y lo volcó en gasto corriente. En especial expandiendo el sistema de previsión social que quedó convertido en la palanca mayor del asistencialismo. Fue la rudimentaria respuesta a otro dato inocultable del contexto: el peronismo de los Kirchner se enfrentó al final de la parábola socioeconómica de aquel liderado por Perón en los ’50. La Argentina ya no era un país con pobres. Había aparecido, como un protagonista sistémico, la pobreza. Lo “marginal” comenzó a ocupar el centro.


Es otra marca genética: 2001. La proyección política de esta novedad socioeconómica era bastante previsible: la presencia de millones de personas que viven sumergidas en el corto plazo, inspiró en un grupo político, el kirchnerismo, el deseo de levantar su propia fortaleza ofreciendo corto plazo. Al rosario de fechas hay que agregarle una cuenta: 2008. Ese año, cuatro meses después de que Cristina Kirchner sucediera a su esposo, se desató la contienda con el sector agropecuario por la implantación de retenciones móviles a las exportaciones de granos. Una iniciativa cuya autoría sigue siendo disputada hasta nuestros días. El casus belli fue la urgencia de un fisco que ya se mostraba voraz por los recursos. Se recortó sobre el paisaje de un intervencionismo que orientó toda la administración de la economía. Ese estilo estadocéntrico condicionaba el principio de propiedad privada en dos direcciones. La política se inmiscuyó en los negocios a través de regulaciones o amenazas. Pero también asignaba negocios a través de mecanismos irregulares.


Uno de los signos sobresalientes del kirchnerismo en el poder fue la corrupción a gran escala. La Argentina fue muy prolífica en escándalos por la malversación de fondos públicos, sobre todo en la etapa menemista. Pero bajo los Kirchner alcanzó registros de crónica policial. Secretarios privados enriquecidos con decenas de millones de dólares, o un funcionario de tercera categoría que ingresa de madrugada a un convento a esconder, ametralladora en mano, una fortuna en efectivo, son los capítulos más estrafalarios de una expoliación del patrimonio público organizada a través de resoluciones administrativas, licitaciones amañadas, sobreprecios y opulentos testaferros. El kirchnerismo creó un orden prebendario que acrecentó la opulencia de aventureros codiciosos, escondidos detrás del fetiche de la “burguesía nacional”. Cristóbal López en el juego, Lázaro Báez en la obra pública, los Eskenazi en la toma de YPF o Ernesto Gutiérrez en la frustrada captura de Telecom, sobresalieron en ese sombrío cuadro de honor. Una cadena de fechorías favorable a algunas empresas y fóbica al mercado, que volvió imprescindible el control de las palancas judiciales.


El enfrentamiento con los productores agropecuarios, que expresó esa forma de entender la economía, desbordó pronto la cuestión fiscal. Se proyectó hacia un conflicto con la prensa. Y, desde allí, a un conflicto explícito con los sectores medios. Al calor de la refriega, los Kirchner se enfocaron sobre un enemigo al que comenzaron a identificar con la última dictadura militar. Se estaban replanteando los términos del debate político, organizado ahora entre un “ellos” y un “nosotros”. Nosotros era “el pueblo”. “Ellos”, un bloque de corporaciones que remitía al terrorismo de Estado y que, por lo tanto, carecía de legitimidad. Entraba en escena otra práctica que había sido ajena a la vida democrática hasta entonces: la utilización facciosa de los derechos humanos.


En el choque con los productores agropecuarios quedó inaugurada una polarización que el kirchnerismo convirtió en su principal estrategia para la acumulación y conservación del poder. Ese método fascinó a muchos teóricos sobre la construcción de hegemonías. En rigor, los Kirchner estaban perfeccionando a escala nacional una forma de hacer política que era la habitual en Santa Cruz. La identificación del kirchnerismo con “el pueblo” como sujeto monolítico, y la postulación de una contradicción amigo/enemigo, fueron la música ambiental de la gestión, sobre todo después de la derrota parlamentaria del año 2009. De a poco se fueron insinuando las notas autoritarias del ensayo. Hostigamiento de la prensa y avasallamiento de la Justicia.


En el seno de la democracia refundada en 1983 se había abierto, por primera vez, un conflicto ideológico radical: el consenso que había existido en torno a las reglas del sistema estaba roto. Visto desde una perspectiva externa, ese conflicto fue el modo en que se escenificó en la Argentina el quiebre de la tradición liberal que afloró en la primera década del siglo en otras sociedades: desde la Venezuela de Chávez hasta la España de Podemos. Sólo que los Kirchner no necesitaban importar un catecismo porque podían abrevar en las fuentes de su propia tradición. Las bases de la república constitucional eran cuestionadas a través de los dos movimientos clásicos de cualquier proyecto caudillista: el ataque a la justicia y a la prensa crítica, que son los dispositivos que se dan las sociedades pluralistas para protegerse de un desborde asfixiante del poder del Estado.


El kirchnerismo adoptó la estrategia de todo populismo, descripta con maestría por la experta Nadia Urbinati. Se trata de calibrar hasta qué punto ceden a la presión cesarista las vigas de la democracia, desde el interior de la propia democracia, sin terminar de quebrarla. Al servicio de este empeño fue puesto, como nunca antes, el aparato estatal de Inteligencia. La manipulación de ese submundo fue parte esencial de ataques al periodismo independiente, con persecuciones a blancos con nombre y apellido a través de causas judiciales inventadas, como no se conocían en el marco del Estado de Derecho. Es imposible comprender sin esos mecanismos la colonización del Poder Judicial. O el trágico desenlace de la vida del fiscal Alberto Nisman.


Los Kirchner no fueron originales en la administración facciosa del espionaje. Pero la llevaron, en especial bajo la jefatura de Néstor Kirchner, a niveles novelescos. Fue otra de las tristes inauguraciones de su paso por el gobierno. Para la edificación de este edificio político fue indispensable una economía distribucionista. Más allá del establecimiento de la Asignación Universal por Hijo a partir de un proyecto de ley de la oposición, se creó una maquinaria de planes asistenciales que fue “privatizada” en manos de los movimientos sociales asociados al oficialismo y conducidos por la flamante oligarquía de los antiguos piqueteros. Al mismo tiempo, se utilizó el sistema previsional como una caja para atenuar los daños del desempleo y la informalidad. A fuerza de sucesivas moratorias se convirtió a la Ansés en el principal barril sin fondo de las cuentas estatales. Pero la expansión delirante del Estado no estuvo dirigida sólo a la atención de las clases vulnerables. Los subsidios de los consumidores de energía, aun a los más ricos, sobre todo en el área metropolitana, se constituyeron en otro de los rubros abultados del gasto público. La cuestión energética se iría convirtiendo en la soga que comenzaría a ahorcar, por la falta de dólares para atender a importaciones cada vez más caudalosas, a la economía kirchnerista.


El 27 de octubre de 2010 murió Néstor Kirchner. Ese acontecimiento obligó a su viuda a resetear su propio sistema. Relegó a la nomenclatura de su esposo y puso en primer plano a La Cámpora, que sería su herramienta para operar en el terreno. Pero la mutación más significativa se produjo en el campo de la economía, donde ella migró del intervencionismo de su esposo, instrumentado por Guillermo Moreno, a un estatismo más desembozado, inspirado en las premisas de Axel Kicillof. Dio esos pasos sobre la tentadora plataforma del 54% obtenido para su reelección en 2011. Ese resultado fue engañoso. La diferencia de 37 puntos porcentuales con el segundo, Hermes Binner, le ofrecía un océano de poder sólo aparente. Embriagada por ese enorme desequilibrio en su favor, la señora de Kirchner se lanzó hacia la última frontera de su ambición: “Vamos por todo”. Soñó que, después de 8 años, el mandato “que se vayan todos” había sido reemplazado por “que se queden por mil años”. No percibió que el 46% de la ciudadanía había votado por su reemplazo.


Esa vocación milenarista se materializó en varias iniciativas: la estatización de YPF; la ley de “democratización” de la Justicia; una mayor hostilidad en la aplicación de la ley de medios; y un giro antinorteamericano mucho más pronunciado de la política exterior, que se cifró en el Memorandum de Entendimiento con Irán para pactar un arreglo político alrededor del impune atentado terrorista contra la AMIA. La perspectiva de los años autoriza a un balance. Las instituciones bajo acoso resistieron la embestida. La Justicia, sobre todo por la conducta de la Corte Suprema en momento críticos; el Congreso, como se verificó en las votaciones que liquidaron el conflicto agropecuario; y la prensa, acosada como nunca antes desde 1983, subsistieron al desafío kirchnerista. La radicalización que se expresaba en esas decisiones fue a destiempo de la percepción de bienestar de la población.


Para fines de 2012 las señales de agotamiento de la gestión económica eran inconfundibles. El kirchnerismo quedó enfrentado a un malentendido que parece serle estructural: la suposición de que el entorno internacional que benefició a la economía latinoamericana a partir de 2003 sería eterno. Como el peronismo inicial de los años ’50 este peronismo de los Kirchner demostró una desafortunada vocación por construir su reinado de mil años sobre una coyuntura material muchísimo más efímera. Este delicado desajuste comenzó a horadar la base política de la expresidenta, con un episodio traumático que ocurrió en 2013: la fractura provocada por el exitoso desprendimiento de Sergio Massa, que decide enfrentar al kirchnerismo en su propia casa, la provincia de Buenos Aires. Esa división fue una variable principal de la política hasta el año 2019. Sin ella sería muy difícil de explicar el triunfo de una alianza opositora, Cambiemos, en las presidenciales de 2015.


La coalición entre el Pro, la UCR y la Coalición Cívica de Elisa Carrió, fue la respuesta de los partidos de oposición no peronista a una épica protagonizada por las capas medias con movilizaciones y cacerolazos a lo largo de tres años. Ya no era la demanda porque se vayan todos, sino porque aparezca alguien. Así se construyó Cambiemos, con un aglutinante principal en su oposición al kirchnerismo. Esa polarización seguía siendo indispensable, ahora para quienes estaban ubicados en la otra orilla. Así como Kirchner recibió de Duhalde una recuperación asintomática, su viuda entregó a Macri una crisis que tampoco presentaba los indicios de una catástrofe. Esa percepción fue clave para que el kirchnerismo pudiera cultivar en la memoria de su electorado el recuerdo de un período de bienestar que, a partir de 2018, comenzó a contrastar con una declinación económica cada vez más convulsiva.


La confrontación automática del gobierno de Macri con Cristina Kirchner fue, en ese entorno, un factor clave para su revitalización. Sin embargo, esa ventaja que le ofrecía el contexto no habría sido aprovechable sin la tenacidad que demostró la expresidenta para defender su liderazgo. Esa capacidad política le permitió sobrevivir a dificultades muy exigentes: a medida que pasaron los meses de su salida del poder, la corrupción de su grupo se hizo cada vez más escandalosa, pasando de los bolsos de López a los cuadernos de Centeno; debió operar sin contar con la maquinaria del Estado a su favor; sus opositores internos, mucho más que los de Cambiemos, la hostigaron, en especial en tribunales; y el peronismo seguía fracturado. Sobre presupuestos tan poco confortables, Cristina Kirchner consiguió, muy amparada por el malestar económico que dominó 2018 y 2019, regresar a la cima. Para hacerlo montó un experimento eficaz en lo electoral, pero riesgosísimo para la gestión del gobierno. Eligió para la Presidencia a Alberto Fernández, un delegado sin votos. Exageró la fragilidad de ese delegado reservándose la vicepresidencia. Y completó la extravagancia bendiciendo a alguien que durante 9 años había despotricado contra ella.


Si algo no podía esperarse de ese artefacto es que inspirara confianza. Un déficit atroz, porque el principal problema de la economía, que se vislumbraba en 2015, se había vuelto, cuatro años después, incontrastable: el Estado ya no podría ser la palanca de una recuperación porque carecía por completo de recursos. En esas nuevas coordenadas el kirchnerismo se transformó en un populismo sin caja, es decir, en un pez fuera del agua. Ahora tendría que seducir a la iniciativa privada, para lo cual debería ordenar las variables que favorecen la inversión. Si ese ajuste no lo producía la administración, lo produciría la física ciega del mercado. Las dificultades que planteaban estas circunstancias objetivas fueron más agudas porque al aparato político que se había diseñado le faltaba una brújula. La economía, que ya estaba muy deteriorada, siguió empeorando. Ese esquema descentrado de poder, montado para lograr la victoria en 2019, garantizó la derrota en 2021. El Frente de Todos perdió el 40% de los votos en esos dos años. Ante la perspectiva del naufragio, la señora de Kirchner se abrazó a la tabla de la incongruencia. El jefe administrativo, Fernández, se encargaría de los rigores de la estabilización, y ella misma, como jefa política, encabezaría la disidencia ante esos sinsabores.


Conviene no detenerse en el rosario de anécdotas que van fisurando esa construcción hasta amenazar con demolerla. Son pormenores que distraen del drama estructural. Sin recursos y, sobre todo, sin dólares, el kirchnerismo, como todo populismo, queda desprovisto de un proyecto viable de gobierno. Puede elaborar una retórica sobre lo que no quiere. Pero no puede ejecutar lo que quiere. Predica un modelo, pero carece de un proyecto.


Por eso Cristina Kirchner ofrece clases magistrales mientras sostiene a Massa, que hace lo contrario de lo que ella enseña desde la tarima. Un rol incomodísimo: el del líder popular que debe consumir su legitimidad ante los sectores sumergidos, con tal de ofrecer orden social al ajuste que se realiza en defectuosos acuerdos con el Fondo. A la historia le agradan estas muecas.


El kirchnerismo volvió al poder para hacerse cargo del derrumbe de aquella arquitectura que había levantado en su alto imperio. Atrapado en una crisis que lleva ya más de una década, buena parte de la sociedad termina asociándolo a su rival, que tampoco pudo cumplir con la promesa de la recuperación y el bienestar. Al amparo de este hartazgo, la política se va despolarizando. Aumenta la abstención electoral y ganan espacio los discursos de impugnación integral de la clase política, identificada como casta. El nombre, el síntoma, de este nuevo desencuentro entre representantes y representados, es Javier Milei.


Para superar la nueva crisis de legitimidad, en 2023, como en 2001, asoma un nuevo populismo, de sentido inverso. Después del largo ciclo en el que la política se erigió en verdugo del mercado, ahora el mercado amenaza con levantarse contra la política. Ambas pulsiones se realizan con el mismo estilo: una convicción iluminada, carente de cualquier tipo de dudas, acerca de que toda la culpa está del otro lado.


Al cabo de 20 años, aquellos dos sujetos que habían recibido la misión de regenerar el vínculo entre la sociedad y los dirigentes están siendo desafiados. El kirchnerismo en el poder, enfrenta una gran impugnación. ¿Tendrá la plasticidad que necesita para renovarse? ¿O volverá a echar mano de un ardid táctico para no moverse de su propia concepción? El tiempo está nublado. Pero la trama todavía puede dar sorpresas.


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