DERECHO A LA PROTESTA. EL "PROTOCOLO ANTI-PIQUETES" DE MILEI -BULLRICH ES UNA MEDIDA JURÍDICAMENTE INSOSTENIBLE.
Choca directamente con todo lo establecido por el Sistema Interamericano de Derechos Humanos en la materia.
Me interesa señalar por qué es que el Protocolo Antipiquetes que acaba de presentar el Gobierno Nacional es jurídicamente insostenible. Previo a ello, quisiera hacer algunas aclaraciones.
Ante todo, me parece importante reconocer que existe una disconformidad extendida y razonable, motivada por los abusos que se cometieron, en los últimos años, a través de la protesta. Ello así, a partir de una práctica -la del “piquete”- que se salió de cauce, avalada por directivas políticas que se basaban, irresponsablemente, en una lectura superficial de lo que la doctrina y la jurisprudencia decían.
Más precisamente, decíamos que la protesta forma parte de la “libertad de expresión”, y que como tal encuentra fuerte resguardo constitucional (lo cual sigue siendo cierto). Por tanto (afirmamos, y seguimos afirmando) quienes protestan no merecen ser tratados como delincuentes (como vuelve a hacerlo el Protocolo), sino como ciudadanos que ejercen derechos constitucionalmente protegidos.
Lamentablemente, muchos infirieron, a partir del razonamiento protectivo anterior, que entonces la protesta resultaba “intocable”: irreprochable en sus medios, cualquiera fueran estos; y correcta en su contenido, cualquiera fueran las demandas que albergaba. Políticos y jueces fueron cómplices conscientes de esos abusos, cuyas consecuencias hoy todos padecemos. Pero los abusos de ayer de ningún modo justifican los excesos de hoy: en ningún caso.
Me detengo ahora, específicamente, sobre las iniciativas que se han propuesto a través del Protocolo. Comienzo por apuntar un detalle menor: el impropio lenguaje bélico con que fue presentado (“la fuerza será proporcional a la resistencia”, “el que las hace las paga”). El lenguaje de la guerra encubre -como suele ocurrir- la fragilidad argumentativa en la que se asienta. No estamos en guerra, y -por lo ya dicho- quienes protestan o cortan una calle no merecen el tratamiento de enemigos del Estado.
Sobre los detalles del texto: la idea que recorre el Protocolo, conforme a la cual los cortes de calle implican un delito que debe prohibirse en todas sus modalidades, se choca directamente con todo lo establecido por el Sistema Interamericano de Derechos Humanos en la materia. Me limito a recordar, resumidamente, cuatro principios ofrecidos por la Comisión Interamericana en su reporte sobre la Protesta:
i) La exigencia de permiso previo para la protesta no es compatible con los derechos de reunión y libertad de expresión que el Sistema Interamericano reconoce;
2) las calles y plazas son lugares privilegiados para la expresión política;
3) la protesta debe ser entendida “no solo en el marco del ejercicio de un derecho sino al cumplimiento del deber de defender la democracia;”
4) el uso de la fuerza en estos contextos debe estar dirigido a evitar situaciones de violencia, y no puede orientarse a obstaculizar el ejercicio de los derechos que se ponen en juego durante las protestas.
Subrayo entonces: el Protocolo es jurídicamente insostenible, de punta a punta.
Por lo demás, la principal normativa que el Protocolo invoca en su apoyo, el artículo 194 del Código Penal Argentino (que sanciona el entorpecimiento del normal funcionamiento del transporte), no le ofrece el sostén que el Protocolo requiere.
Lo cierto es que esa norma (de jerarquía inferior) de nuestro ordenamiento, sólo puede invocarse y aplicarse en la medida en que se la implemente de un modo compatible con la normativa (superior) que la antecede. Esto es, ese artículo, como todo el resto del CPA, no puede interpretarse de manera contraria a los compromisos internacionales que la Argentina se obligó a cumplimentar.
No necesitamos irnos tan lejos: la aplicación del 194 debe ser consistente, también, con el respeto de todas las demás exigencias que establece ya la propia Constitución Argentina, y que incluyen una ultra-protección a los derechos de expresión, crítica política, asamblea, reunión, petición; etc. Nos guste o no, la protesta nos refiere a un derecho que, como pocos otros (seguramente, la libre expresión) juega un papel clave en el sostenimiento de toda la estructura restante de derechos.
Conforme a lo anticipado, de todos modos, tampoco resulta aceptable la proposición inversa a la expuesta, esto es, la idea según la cual el derecho de protesta no tiene límites; o que la protesta social, por serlo, puede ejercerse de cualquier manera. Sabemos que la protesta ha sido llevada a cabo, muchas veces, de manera abusiva, o de la mano de violencias y extorsiones.
Pero, otra vez: en esa denuncia no termina, sino que comienza, la necesidad de argumentar jurídicamente sobre el tema. Y lo cierto es que hace siglos que reconocemos y respetamos el derecho de huelga, haciéndonos cargo de la presencia de extremos, que sancionamos. Que, desde tiempo inmemorial también, distinguimos entre el ejercicio de un derecho (i.e., libertad de expresión), de su ejercicio abusivo (injuria, infamia), que reprochamos.
Que cualquier juez sabe distinguir entre un derecho protegido (i.e., consumir alcohol) de los daños eventualmente provocados por actos legalmente resguardados (i.e., violencia marital). Podemos hacer esas distinciones sin mayores problemas y, además -lo que aquí resulta crucial- podemos hacerlo sin eliminar, sin socavar, sin vaciar de contenido, a los derechos primarios del caso (huelga, crítica, consumo, protesta). ¿Por qué es que no podríamos hacerlo también -de modo legal, civilizado y decente- en este caso?
(*) Profesor de Derecho Constitucional (UBA-UTDT) Investigador del CONICET/Univ. Pompeu Fabra (España) - Fuente: Clarín.
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