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Hora de la «Generación X»

“Contemporaneidad de individuos que en cierto modo crecieron juntos, tuvieron una infancia común, una juventud común”. Wilhelm Dilthey

Previa Niños del Proceso

Emerge el optimismo generacional. Los que fueron niños, o casi adolescentes, durante el Proceso Militar (o Dictadura), pertenecen a la denominada «Generación X» (nacidos entre 1961 y 1980). Son los predestinados a brindar una cierta idea de racionalidad a la Argentina que los contiene (y los forma). Cuadros que hoy tienen de 40 a 60 años. En superiores condiciones para entenderse e interaccionar. No se encuentran doblegados por el afán defensivo de confrontar. Por la tendencia hacia la división, que tanto caracterizó la identidad de los Baby Boomers. Los anteriores. Formados en la post guerra mundial, entre 1945 y 1960. Con arrebatos de guerra fría, de hipismo incierto, disipaciones relativamente inofensivas y utopías desperdiciadas. Experiencias que de ningún modo deben asociarse al práctico comodín del fracaso. Los que cargan desde 60 a 70 años pasan a ser las poleas de la transmisión generacional. Quienes confrontan, en las próximas elecciones, Mauricio Macri y Alberto Fernández, justamente atraviesan la frontera de los 60 años. Duelo de dos Chanchos de Tierra. Unificados apenas por la astrología china. Pasa entonces a ser casi profética la sentencia funcional del especialista Pablo Avelluto (53), a propósito de su jefe, el presidente Macri. “Mauricio representa lo más viejo de lo nuevo”

Oberdán Rocamora

Babys, X y Millenials

Sin ser arbitrarios, ni deslizarse en el error de generalizar, se sostiene que quienes tienen más de 60 años supieron ser los portadores sanos del virus divisorio. Obligaron a la sociedad compleja a hacer el equilibrio imposible entre las pasionales controversias. Sea izquierda/derecha. Democracia/dictadura. O la más perniciosa. Peronismo/antiperonismo. Pero los portadores del virus no debieran ser descartados. Se lo puntualiza al mero efecto de interpretar mejor las claves naturales de comprensión que suele darse entre aquellos que fueron niños o adolescentes durante la dictadura. Que supieron perfeccionarse durante la democracia que, con sus avances y retrocesos, emergía. Al margen de las ideologías y trayectorias.

El abanico se extiende desde la nueva derecha presentable hacia la izquierda menos dogmática. Adultos que mantienen el espacio común de formación que los aleja, en general, de las diferenciaciones taxativas, categóricas. La vida anterior a la Revolución de las Comunicaciones (única revolución exitosa) ya es casi la prehistoria. De cuando conseguir un teléfono representaba una proeza. Había que ingeniarse para vivir sin el instrumento del celular ni del e-mail. Sin redes sociales y sin siquiera el miserable fax. Cuando había que batallar, y no bastaba con una aplicación, para conseguir algo parecido, en efecto, al amor. Pese a los colapsos cíclicos, entre los jóvenes argentinos de la derecha nunca prendió el neonazismo que enloda a medio Europa. Ni la homofobia que persiste transitoriamente en Brasil, o el racismo obsceno de Mateo Salvini. Avergüenza a la Italia que pasó, en lo que concierne a la inmigración, de la condición de sacrificado emisor a mezquino receptor. Son los hijos crecidos en Dictadura los que tienen que superar la consecuencia devastadora de las luchas ideológicas de los años setenta.

Dinámica transversal

La Generación X tiene que resolver la cuestión del fracaso de la política que derivó en la catástrofe de la economía. Se explica la dinámica transversal. Por ejemplo que la señora María Eugenia Vidal (46), cuadro fundamental del post macrismo, como Horacio Rodríguez Larreta (54), mantenga una excelente relación política y de afecto con Sergio Massa (47). A su pesar, Massa, peronista renovador, funciona como un articulador generacional. Como el radical Martín Lousteau (49). O el peronista Juan Manuel Urtubey (50). Bastaría con una reunión elemental para que Vidal se entienda también con el peronista creativo Axel Kicillof (48), actual rival que la superó holgadamente para la gobernación de la provincia inviable. O con la señora Anabel Fernández Sagasti, la millennial (35) que puede ser gobernadora en Mendoza. O con la centro izquierdista señora Victoria Donda (42). O con la dupla de Wado de Pedro (43) y Máximo Kirchner (42), ambos de La (Agencia de Colocaciones) Cámpora. Son agencieros que mantienen grandes puntos de acuerdo, y buena onda común, con Emilio Monzó (54) o el millennial Nicolás Massot (35). O, si discuten un rato, con Hernán Lacunza (50), último pilar del Tercer Gobierno Radical. Decirlo de ningún modo significa menoscabar al rescatable Marcos Peña (42). Y si discuten un rato más, registran puntos de acuerdo con la señora Myriam Bregman (47), izquierdista esclarecida, como Nicolás del Caño (39). Con seguridad, El Wado va a tener una participación protagónica en el gobierno de Alberto Fernández (60). Como el radical Leandro Santoro (43). Alberto es la polea de transmisión controlada por La Doctora (66). Una Baby Boomer que paulatinamente prepara su sabio alejamiento. Trasciende que Alberto Fernández, en la misma sintonía, prefiere designar exclusivamente jóvenes para su gabinete. De su entera confianza, siempre en previa consulta con La Doctora, dispuesta a aprobar. Ella, la Baby Boomer, comparte la preferencia por los exponentes de la Generación X. Es probable que, de manera excepcional, Los Fernández recurran a algún millennial que no esté demasiado verde. Como Juan Grabois (36), al que es más aconsejable mantenerlo adentro que dejarlo en el escenario de la calle. O hasta alguno de los veteranos imbatibles de los Baby Boomers, siempre dispuestos y con la medialuna enarbolada.

Final con D’Arienzo

Los viejos, los que superan los 70, por suerte tardan mucho más en morirse. Están saludables, bien conservados, capitalizados por experiencias y con canutos relativos. Los viejos no deberían tener ya el menor interés de ajustarse a la teoría de Juan D’Arienzo. La padecieron. Consiste en utilizar siempre “frescos jóvenes para demostrar que la vejez persiste”. Al contrario. Los muy transitados entre la sucesión de altibajos saben que no tienen ningún derecho a globalizar el consumo del fracaso. La amargura del desencanto. Ni a pregonar, siquiera, que “en la Argentina todo termina invariablemente mal” (como sentencia el portal, en brotes menos esperanzados).


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