La educación religiosa en Salta es contraria a nuestro derecho
Nadie puede ser obligado a hacer públicas sus creencias personales
Acaban de concluir las audiencias públicas organizadas por la Corte Suprema sobre la enseñanza religiosa en las escuelas públicas de Salta. Las audiencias demostraron, otra vez, tener un valor extraordinario: aprendemos a ver al otro como un igual en un proceso en el que estamos obligados a expresarnos a través de razones públicas, que todos puedan entender y aceptar. En honor a esas mismas deliberaciones, quisiera explicar por qué la enseñanza religiosa en las escuelas públicas es contraria a nuestro derecho.
El gran problema constitucional que enfrenta la educación religiosa en los establecimientos educativos públicos de Salta es que aquélla requiere, ante todo, clasificar entre alumnos -religiosos y no religiosos, católicos y de "otros" cultos-, lo cual implica indagar en las convicciones privadas de niños, que luego son separados para recibir un tratamiento diferenciado. Con el agregado de que ese tratamiento diferenciado ha sido pésimo en Salta.
El hecho de que las autoridades educativas de la provincia no hayan estado a la altura de las circunstancias -mostrando su incapacidad o indisposición para tratar de modo igualmente digno a los "no católicos"- ha generado una confusión entre muchos de los intervinientes en el debate (aun en algunos de los miembros del tribunal). La confusión consiste en pensar que lo que está allí en juego es un problema de "inadecuación de la práctica". Por supuesto, después de las audiencias, a nadie le quedaron dudas de que la práctica salteña es completamente inapropiada. Es un hecho que la provincia no dispone de los docentes, programas y recursos económicos e institucionales necesarios para implementar la educación religiosa en términos igualitarios.
Sin embargo, la confusión consiste en pensar que el problema se resuelve entonces con una puesta en práctica diferente de lo que ya está normativamente bien consagrado. Y no es así: citamos ya, al menos, tres problemas graves: una violación de la privacidad, vinculada con el uso de "categorías sospechosas", que se traduce luego en una práctica inaceptable. No se trata, entonces, de un mero "problema de adecuación práctica."
Para comenzar por la privacidad, debe recordarse que el artículo 19 de la Constitución nacional exige el máximo respeto sobre las convicciones y creencias personales que nadie tiene la obligación de revelar, sino el derecho de reservar para siempre en su fuero más íntimo (por eso también es que nuestro derecho no debe compararse, en esta materia, con el de países confesionales u otros que carecen de un artículo 19). De allí que cuando se le pregunta a un niño si es religioso o no, se lo obliga a expresar en público lo que tiene el derecho de guardar en privado. Dicha exigencia de confesar lo privado resulta muchísimo más grave cuando la revelación de las convicciones minoritarias implica -como en nuestro caso- un trato diferente por parte del Estado (y, por supuesto, también por los compañeros). Otra vez: hablamos aquí de convicciones que tenemos derecho a callar y no de meros gustos o pautas de consumo (como lo sería la cuestión de si alguien es "carnívoro o vegano", tal como señaló alguno en la audiencia, confundiendo irresponsablemente sagradas cuestiones de moral privada con preferencias de supermercado).
Para que se entienda lo dicho: imaginemos que, con toda amabilidad, un maestro de escuela pública les pidiera a los niños homosexuales del curso que levanten la mano, se identifiquen y se retiren amigablemente al aula vecina, con la idea de que cada grupo reciba una educación sexual sensible a su propia sexualidad. La exigencia de revelar en público lo íntimo, seguida de un consecuente trato diferenciado, constituiría un escándalo jurídico, una aberración constitucional idéntica a la que se hace presente en el caso de las escuelas de Salta.
¿Está dispuesta la Corte a avalar un maltrato semejante por parte del Estado?
La cuestión de la "clasificación sospechosa" -que no refiere a una cuestión metafísica, sino a problemas histórica y contextualmente situados- resultó malentendida por muchos. Frente a leyes que distinguen entre grupos, lo que la doctrina propone es comenzar con una pregunta como la siguiente: "¿Se trata de grupos que, históricamente, nuestra comunidad ha discriminado?". Si es así, la doctrina propone tratar dicha ley como "sospechosa" y sujetarla al escrutinio más estricto: lo más probable, en consecuencia, es que la ley resulte invalidada. En los Estados Unidos, los jueces tratan como "sospechosas", típicamente, las leyes que distinguen entre blancos y negros, o entre heterosexuales y homosexuales, dada la historia de persecución que arrastran al respecto. Cuando se entiende esto, resulta insólito que alguien se pregunte si en el caso de Salta, referido a normas que distinguen entre católicos y no católicos, estamos o no frente a una "clasificación sospechosa". ¿Es que alguien tiene dudas de que el Estado salteño, a lo largo de toda su historia hasta hoy, ha tratado peor a los no católicos? ¡Por supuesto, entonces, que estamos ante una "clasificación sospechosa"!
Una de las defensas más habituales del statu quo ha consistido en apelar a las costumbres y tradiciones locales. Un gran error. Lo cierto es que si los usos, costumbres y tradiciones locales favorecieran prácticas como las del machismo o la violencia de género, eso no nos daría un solo argumento a favor de dichas prácticas: seguiríamos teniendo sólo razones para rechazarlas.
Lo mismo ocurre con el argumento federalista y la renovada apelación a un "margen de apreciación local". El respeto al federalismo no puede invocarse como licencia para arrasar los valores de libertad y democracia que le dan sustento. Por eso, frente a casos como el del Monserrat, en que se prohibía el ingreso de mujeres a un colegio público de Córdoba, resultan inaceptables respuestas del tipo: "En esta provincia hacemos las cosas así" o "en nuestra cultura lo hacemos de este modo". Es decir: frente a graves violaciones de derechos, el argumento federalista no aporta ni cambia nada.
El derecho moderno llegó a su adultez a partir del caso "Brown", sobre segregación racial en las escuelas. En esa sentencia, tal vez la más famosa de la historia, la justicia puso fin a la vergonzante práctica de "separados pero iguales". Hasta entonces, blancos y negros tenían el derecho de ir a la escuela, pero no el derecho de concurrir a la misma escuela. En el caso Monserrat, la Corte puso fin a la situación de "separados pero iguales" que existía en la Argentina en materia de género. Quedó en claro, desde entonces, que discriminaciones de género como las que se daban en Córdoba no podían salvarse ni asegurando a las mujeres iguales facilidades en el colegio de al lado: no es así como funciona la igualdad en un país federal.
Hoy nos enfrentamos a una tercera variación del problema de "separados pero iguales". Ya no en materia racial o de género, sino en materia religiosa. No hay razón para que la respuesta que dé la Justicia en este caso difiera de la que ha dado en los dos casos anteriores. La Constitución protege a los niños que quieran guardar sus convicciones en silencio. No hay ni debe haber lugar en nuestro país para volver las agujas del reloj atrás y retornar así a la afrenta del "separados pero iguales".
(*) Constitucionalista y sociólogo – (Fuente: La Nación)