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Es la paranoia, estúpido

Además de ser un renombrado escritor, Marcos Aguinis es médico psiquiatra. Seguramente, si uno de sus pacientes apareciera en su consultorio y le planteara, en tono angustioso, que los piquetes representan "la invasión de un ejército extranjero", Aguinis se preguntaría qué le ocurre a ese cerebro que obtiene una conclusión tan extraña: síntoma de qué patología es esa evidente exageración.

Sin embargo, fue el mismo Aguinis, una persona sofisticada, de larga experiencia política, quien sostuvo, esta semana, semejante desmesura. Aguinis es una persona respetada en muchos círculos. Tal vez su reacción, por eso mismo, sea un síntoma de cierta patología social que ahoga en estos años el debate público argentino.

No es difícil darse cuenta si hay o no democracia en un país. Si el Parlamento funciona con libertad, es decir, a veces aprueba y a veces rechaza la voluntad del ejecutivo, si la Justicia reacciona de tal manera que solo un recorte muy delirante puede describirla como sometida al Ejecutivo, si existe libertad de prensa, si la existencia de presos políticos no es habitual, si hay elecciones periódicas cuyo resultado es aceptado por ganadores y perdedores, si no hay exiliados, si hay alternancia en la mayoría de los cargos, es probable que estemos hablando de un país democrático. Eso ocurre en la Argentina.

¿Qué es lo que hace que, en ese contexto, decenas de miles de personas, en actos públicos, coreen ‘Macri, basura, vos sos la dictadura’? Cualquiera que haya vivido en una dictadura sabe, definitivamente, que Macri no es un dictador. ¿Cuál es el mecanismo psicológico que lleva a tantas personas hacia una conclusión que, definitivamente, no pasa la prueba de la realidad?

En sus 33 años de vida, la democracia argentina sobrevivió a desafíos terribles: sublevaciones militares, atentados terroristas, el sangriento copamiento de un cuartel, brotes hiperinflacionarios, la peor crisis económica de la historia, el acortamiento de mandato de un presidente, la fuga en helicóptero de otro, saqueos, huelgas policiales. Los desafíos que enfrenta en estos días son los propios de un país en tensión -huelgas, manifestaciones, algunos cortes de calle- en medio de un proceso de empobrecimiento que lleva varios años. No hay poder militar vigente, no hay guerra fría, la oposición no logra articularse, no hay gobiernos militares en la región, no hay escasez de dólares, la inflación es alta pero incomparable con otros momentos de la historia democrática. Si ante desafíos mucho mayores, la democracia y la libertad sobrevivieron, ¿qué es lo que lleva a decenas de miles de personas a defender algo que difícilmente esté en riesgo? ¿Qué es lo que hizo creer a otros tantos, cuando gobernaba Cristina Kirchner, que sucedía lo mismo?

Cuando se repiten esos fenómenos extraños, donde decenas de miles de personas se acercan a la crisis de angustia por algo que no ocurre –ejércitos extranjeros, golpes de estado en marcha, dictadores– es natural preguntarse por qué razón el análisis político no recurre habitualmente a las herramientas que provee la psicología. Quizá si lo hiciera, podríamos entender algo más de lo que ha pasado en estos años en la Argentina. Parece abrumadora la evidencia de que algo muy extraño ocurre. Juan Perón se pasó 17 años en el exilio. Isabel estuvo detenida durante cinco años y luego fue expulsada del país. Raúl Alfonsín se retiró antes de tiempo. Fernando de la Rúa renunció a los dos años de asumir y debió enfrentar un juicio oral por un hecho de corrupción. Carlos Menem fue preso. Otras personas con mucho poder, como Diego Armando Maradona, Rubén Beraja, los hermanos Rohm, Ernestina Herrera de Noble, Domingo Cavallo, también estuvieron entre rejas.

Si no existiera una relación estrecha entre política y psicopatología, nadie tomaría en serio a Cristina cuando afirma que fue la más perseguida de la historia. Es ridículo victimizarse así por dos procesamientos. Pero ella lo dice. Y decenas de miles lo creen. Vienen por Cristina, vienen por la democracia, pintan en las paredes.

En una democracia siempre hay tensiones. Los opositores quieren debilitar al Gobierno. Los sindicatos protestan. La prensa muchas veces cuestiona en términos salvajes. Son los fastidiosos problemas de la libertad: todo el mundo hace lo que le parece. En el medio, siempre, hay conspiradores, pescadores. Es la vida. Para enfrentarlos, quizá convenga gobernar con tino. Editar ese movimiento tan natural, unir cuatro o cinco elementos, y concluir que se viene un golpe de estado es un tanto forzado. ¿Qué tiene que ver una rebelión de sectores rurales, un paro de la CGT o de los docentes o una tapa de un diario con un golpe de Estado?

Sin embargo, los presidentes, unos y otros, apelan a ese argumento. ¿Lo creen? ¿Agitan los fantasmas de una sociedad para conseguir apoyo? En cualquier caso, quiere decir que o ellos o mucha otra gente cree en el delirio del golpe inminente que, por otra parte, nadie hace demasiado esfuerzo en demostrar. Es que los delirios no se demuestran, su existencia es notoria e indiscutible: los enfermos son los que dudan, los que no ven lo que nosotros vemos. Delicias de los paranoicos; empiezan odiando a quienes los persiguen y luego a quienes dudan de que esa persecución exista.

Uno de los mecanismos habituales para deformar la percepción de los fenómenos consiste en confundir la parte con el todo. Un kirchnerista que perciba cualquier marcha de disidentes como una avanzada golpista estará bien dispuesto a confirmar su prejuicio cuando le muestren la participación de Cecilia Pando en ella. Y confundirá toda la marcha con ese detalle. Al mismo tiempo, ignorará que del lado de los suyos está César Milani. Un anti kirchnerista convencido de que las marchas contra el Gobierno están integradas por vagos y choripaneros estará dispuesto a pensar que las manifestaciones con decenas de miles de docentes son, en realidad, una escenografía, un armado, y consumirá ávido las imágenes de una persona que reparte guardapolvos para que algunos militantes se disfracen. Para unos, Pando es el símbolo de una marcha. Para otros, lo es Bonafini o el helicóptero de cartón del 24 de marzo. Se utilizan detalles para construir una realidad conforme a los prejuicios.

Eso alimenta una percepción demoníaca del otro, del adversario, al que generalmente se desconoce. Cada manifestante cree que su marcha es más justa, más linda, más grande, más noble que la que va en sentido contrario. Macri sostiene que las marchas que lo cuestionan se explican por los colectivos y los choripanes, como antes el jefe de Gabinete de Cristina sostenía que los cacerolazos estaban compuestas por personas a las que les interesa más lo que ocurre en Miami que en La Matanza, y que no pisan el césped de la Plaza de Mayo. Es obvio, y basta mirar los resultados electorales para concluir que millones de personas distintas entre sí han elegido libremente a Macri o a Cristina.

En otra época, en los recreos de las escuelas, se cantaba: "De aquí para allá, son todos maricones...". Con esa homofobia, crecieron varias generaciones. Sigmund Freud llamaba a ese mecanismo "el narcisismo de la pequeña diferencia", y lo usaba para explicar el racismo: el desprecio por las diferencia con los demás sirve para afirmar la propia identidad en estadios infantiles del desarrollo psíquico. Aguinis sabe sobre esto. Pensar que todos los que apoyan a Macri son oligarcas o a Cristina mercenarios que se venden por una vianda, ofende la inteligencia. Prueben cuestionar esos lugares comunes en las redes sociales, y verán aparecer a cientos de cruzados dispuestos a defenderlos con una agresividad, otra vez, muy llamativa.

Clarín es un monopolio. Cristina nunca va a dejar el poder. Los piqueteros son un ejército extranjero. Una caricatura es una amenaza mafiosa. Macri es un dictador. Cristina es nazi. Los macristas son todos oligarcas que quieren reinstalar la dictadura militar. Si no ganaba Macri, íbamos directo a Venezuela. Cristina es la mujer más perseguida de la historia. El debate argentino está cruzado por afirmaciones exóticas.

A los presidentes les conviene azuzar estos fantasmas, porque prefieren que la sociedad debata sobre ellos en lugar de observar cómo están gobernando, sobre todo, si como ocurrió en el caso de Cristina y ocurre en el de Macri, lo hacen con dudosos resultado.

Es un juego útil en el corto plazo. Sirve para ganar tiempo. Por más locos que haya, tarde o temprano la realidad se impone, el telón se descorre y a cada uno se lo aprueba o rechaza por lo que uno es, y no por los fantasmas que construye a su alrededor. En el medio, los líderes -que son diferentes en muchas cosas y parecidos en otras acentúan la patología en beneficio propio, o participan de ella. Es difícil saber en qué medida ocurre una cosa o la otra, aunque unos sean más hábiles para disimular la enfermedad.


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